SOBREAVISO / Punto de quiebre

AutorRené Delgado

La reforma de la educación y de las telecomunicaciones se aproxima a su punto de quiebre, aquel donde su impulso original pierde fuerza ante a la resistencia que todo cambio supone y -en medio de la información y la contrainformación- brota la confusión acompañada de acciones tendientes a frenarla, pervertirla o sabotearla.

De la tersura y el deseo se pasa a lo rasposo y a la realidad concreta. En ese tránsito es donde se configuran o desfiguran las intenciones y, en este caso, donde el gobierno y los partidos se juegan no sólo el destino de las reformas sino también el propio.

A ese punto está por llegar la reforma de la educación y de las telecomunicaciones.

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En ese punto virtudes y vicios de la política afloran: fuerza, inteligencia y organización así como perversión, chantaje y provocación. En la confrontación juegan también los apoyos, las palancas e incluso los sucesos que, ajenos a la materia en juego, pueden distraer la atención y la energía políticas.

Ahí se mide la entereza y la doblez de las partes encontradas, la capacidad de negociar y de transar -que no es lo mismo-, la fuerza y el derecho, el arte de no perder la concentración aun cuando haya otros frentes abiertos, así como la posibilidad de reivindicar a la política, en la mejor de sus expresiones, como instrumento para encontrar solución a los problemas y las diferencias, sin renunciar a la necesidad de transformar una circunstancia y ensayar nuevos derroteros.

Hasta el significado de las palabras ponen en juego quienes resisten la reforma que afectará sus intereses, privilegios y prebendas. En ese juego de Humpty Dumpty, como lo aplicó Lewis Carroll en Alicia en el País de las Maravillas, reformar es privatizar, regular es limitar, acotar es reprimir, evaluar es anular, nivelar el terreno de juego es inclinar la cancha, la participación del Estado es intervención...

En ese trastrocamiento del lenguaje, quienes resisten la reforma muy poco les importa cambiar su rol. Los presuntos revolucionarios visten ropas de conservadores y los grandes concesionarios visten el overol de demócratas obreros de las telecomunicaciones. Y sea en el arroyo de una autopista o en el enduelado de una oficina, los contrarreformistas exigen mantener las cosas como están, obedecer su necedad, canjear joyas por bisutería, revistiendo su interés de vivo deseo de dialogar.

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En el punto de quiebre, afectado por la confusión, los tontos útiles -¡y vaya que los hay!- brotan sin que nadie se...

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