Secretos de cocina

AutorSergio Ramírez

Para hablar de la creación literaria quisiera empezar con algo que me parece el símil de mi oficio: un mueble. Puede que resulte un ejemplo un tanto arbitrario, pero mi abuelo materno era ebanista por afición; del trabajo cuidadoso de sus manos conservo una hermosa mesa de roble, de amplia superficie y patas torneadas como airosas cariátides sin rostro, que sostienen su arquitectura simple pero firme. Esta mesa es la mesa sobre la que está la computadora en que escribo, mis cuadernos de apuntes.

Con este ejemplo, pues, quiero recurrir a todo lo que de fábrica, artificio, factura, tiene la escritura de ficciones, máquina de variada invención, como se decía en tiempos de las novelas de caballería. Para fabricar un mueble se parte de una idea de árbol, el árbol que se alza ante los vientos entre la abigarrada y oscura multitud del bosque. Es necesario elegir uno de ellos, apreciar su fuste, las rugosidades de su corteza, la extensión de sus raíces, la frondosidad de su ramaje, y entonces, hay que cortarlo. Y después aserrarlo en piezas, ensamblar esas piezas, darles una forma; cuidar que las junturas no dejen luces entre juntura y juntura no puede pasar la luz; y por fin tallar, lijar, pulir, barnizar. Nada sobrevive de aquella forma de árbol, pero es el árbol.

Entre el árbol y el mueble, entre la materia del árbol y la transformación de la materia en un mueble, queda de por medio la apropiación de esa materia, que es el proceso de convertir la realidad en imaginación y la imaginación en lenguaje; un proceso que requerirá de diversas herramientas, como las del carpintero que era mi abuelo: plomada, escoplo, buril. Y rigor, disciplina, sentido de las proporciones, amor de la perfección aunque la perfección se vuelva siempre inaprensible. Volver a lijar, volver a pulir. Tachar, sustituir, desechar. No dejar luces en las junturas.

También podría utilizar el ejemplo de una prenda de vestir, o el revés de un bordado. Voltear la tela para examinar las costuras, es solamente un vicio del lector que lee como escritor y quiere ver la calidad de las puntadas, o la trama de la tela, donde se esconden los secretos del procedimiento. Pero ésta es una deformación del oficio, que no le deseo a nadie que emprende la lectura de un libro de imaginación por el gusto y el placer de leer, que es, al fin y al cabo, la razón de que existan los libros.

En la introducción de "Tom Jones", "Minuta para el festín", Fielding advierte que el autor debe verse a sí mismo...

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