De sangre lánguida

AutorDavid Quezada Alavez

Ese nublado miércoles, vi, desde mi persiana, que Yabré escudriñaba mi propiedad. Seguramente quería cerciorarse de que no me encontraba en casa. Parado en el techo de su vivienda desplegó los brazos y se arrojó al jardín. No vi su aterrizaje, debido a que un muro separaba nuestros hogares. Me ubiqué en un extremo de la pared, me subí en unos ladrillos y, oculto tras una buganvilia, observé que el flaco sujeto se tentaba la boca sobre un colchón que no amortiguó por completo su caída.

Desconcertado, me dirigí a mi consultorio, a dos kilómetros de mi morada.

Tres horas después, aprovechando que no tenía paciente, leía en el periódico la noticia principal: "No hay sospechosos del asesino de los tres jóvenes rubios encontrados con el cráneo hendido y dos orificios en su cuello. Se teme que el próximo sábado haya un cuarto homicidio en la misma colonia...".

Mi lectura se vio interrumpida por el timbre del teléfono. Era mi intrépido vecino que deseaba hacer una cita. Recordé que 25 días antes -nublado, por cierto- le di mi tarjeta de presentación y él me dijo su nombre, cuando llegamos a habitar simultáneamente nuestra respectiva vivienda en esa unidad habitacional recién inaugurada. Nadie más ha ocupado ninguna de las otras 18 casas.

Lo recibí. Inmediatamente me dijo que chocó contra un poste porque caminaba absorto en un libro.

Le restauraba la punta de uno de sus singulares caninos cuando preguntó:

- ¿Crees que los negros tienen más resistencia que los que no lo somos? ¿Influirá en ello su sangre?

- Mucho he oído de eso -le respondí.

No volvimos a intercambiar palabras hasta que terminé el trabajo.

- Algunos dientes están flojos, tendré que revisar minuciosamente tus encías -le dije-. ¿Puedes venir el viernes?

- Si es a la misma hora que hoy, sí -respondió.

- Claro, a las 8:00 de la noche.

Me pagó, dio las gracias y se retiró.

Su pregunta, la acrobacia de esa mañana, lo leído en el periódico y su dentadura me inquietaron.

Resolví cancelar las citas y dedicarme a vigilar sus movimientos.

Pude darme cuenta que, a pesar de su edad -unos 35 años-, caminaba como si trajera el cansancio pegado a la espalda; evitaba los rayos del sol. Me acordé del horario propuesto por él para que lo atendiera.

Deduje que seguramente no querría verse el sábado en medio de una vigilancia policiaca reforzada, puesto que a la una de la mañana del viernes lo vi salir de su casa ataviado con un amplio abrigo que le llegaba a las pantorrillas. Caminó ocho cuadras y se...

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