El sacrificio del tío Mocho

AutorMaite Rico y Bertrand de la Grange

"¡Malditos! ¿Cómo se atreven?" El coronel Byron Lima Estrada supuraba indignación. "¿Qué autoridad moral tiene este obispo Gerardi para afirmar que el Ejército fue el gran violador de los derechos humanos, que a los niños los hacíamos pedacitos con machete, que violábamos a las patojas antes de descuartizarlas, que éramos bestias, pues?". Reclinado sobre el mostrador de su tienda de comestibles, el viejo militar hojeaba con rabia los periódicos. Todos recogían la presentación, el día anterior, de un voluminoso informe de la Iglesia católica sobre la violencia política en Guatemala. El acto se había celebrado con gran pompa en la catedral metropolitana. "Escuchen bien lo que escribe este columnista, que además fue parte de la subversión: 'Mientras el Ejército hizo de la violación masiva y sistemática de los derechos humanos una política planificada, las violaciones cometidas por la guerrilla sólo fueron errores, excesos, medidas extremas resultado del acoso'. De modo que nosotros matábamos por gusto y ellos, pobres angelitos, cuando asesinaban gente indefensa y secuestraban, era porque no tenían otra opción. ¡Qué barbaridad!".

Las protestas del coronel no caían en saco roto. Sus interlocutores eran, como él, oficiales retirados que habían combatido en primera línea contra un movimiento revolucionario apoyado por Cuba desde los años sesenta hasta la firma de la paz, en los últimos días de 1996. El más veterano tomó la palabra: "Nosotros, en la montaña, muertos de hambre. Nuestras familias abandonadas. Y los curas, ahí tranquilos, escondidos detrás de la sotana, con sus catequistas metidos en la guerrilla. Este Gerardi, cuando fue obispo del Quiché, alentó la subversión. El es responsable de la muerte de muchos indígenas que no sabían en qué se involucraban. Y ahora, este mismo señor y sus amigos comanches hacen un informe para 'recuperar la memoria histórica', nada menos. Es pura mierda. La Iglesia habla de reconciliación, pero quiere continuar la guerra por otros medios".

La tertulia en la tienda del coronel Lima estaba más animada que de costumbre, ajena al flujo constante de vecinos que llegaban a comprar cigarrillos, gaseosas o alguna chuchería. El sábado era siempre el mejor día para las ventas. A esa hora, las nueve de la noche, su comercio era el único que aún permanecía abierto en la colonia Lourdes, un barrio construido por el Ejército en la periferia de la capital guatemalteca. Recostados sobre un auto estacionado, varios jóvenes tomaban cerveza frente al negocio, indiferentes a la conversación de los veteranos. Ellos no habían conocido la guerra y el tema les aburría soberanamente.

Para redondear su magra pensión, Lima había instalado esa pequeña abarrotería en el garaje de su casa, ubicada en la calle principal de la colonia. Aunque el espacio era muy reducido, el coronel había acomodado cuatro sillas para recibir a sus vecinos jubilados del Ejército. El se sentaba al otro lado del mostrador, tras unas rejas negras que lo separaban del público, provisto de un cuaderno donde iba anotando metódicamente las ventas del día.

Además de sus antiguos compañeros, dos de sus clientes asiduos participaban esa noche en la conversación. El primero era un agrónomo barbudo, profesor de la Universidad de San Carlos. Mientras su esposa y su hija lo esperaban en el auto, se tomó seis cervezas y compró seis más "para el camino", como solía hacer varias veces por semana. El otro, un ingeniero en informática graduado en la universidad jesuita Rafael Landívar, siempre llegaba con un ordenador portátil y una pistola.

María Luisa, la esposa del anfitrión, entraba y salía por la puerta que comunicaba con la casa; traía mercancía y ordenaba los estantes. Conocía a todos. Eran los veteranos de una guerra que había costado mucha sangre y generado mucho odio. Estaban resentidos porque los políticos y la comunidad internacional, "en contubernio" con el alto mando del Ejército, no les habían dejado acabar...

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