Rosaura Barahona/ Melcocha pura

AutorRosaura Barahona

Todos los días, puntuales, llegan a mi buzón electrónico una cantidad de cursilerías que amenazan con provocar lo que una querida ahijada llama un "coma diabético cibernético".

La cursilería, como la belleza y la fealdad, está en los ojos, oído o tacto de quien ve, toca o escucha. Lo que para mi puede ser sublime, para alguien más puede ser un adefesio, o bien, algo que le resulte indiferente. Depende del gusto personal que se forma a partir de factores como la edad, la educación, el talento y el medio ambiente.

Pero el gusto cambia. Mi época juvenil estuvo llena de poetas latinoamericanas. Lloraba y sufría con los textos de Storni, Agustini o Ibarbourou. Después, conforme maduré y leí más poesía, dejaron de gustarme. Ahora, muchos de sus textos me parecen cursis en exceso. "Las coca colas de la literatura latinoamericana", las llamó un crítico que equiparaba la poesía con el buen vino.

Creo que sus respectivas vidas son mucho más interesantes que sus obras. O tal vez a mí así me lo parece porque se enfrentaron a las estrictas normas de su tiempo y se atrevieron a ser y a hacer cosas que entonces no eran bien vistas.

Tengo tres queridas amigas a quienes acostumbro regalar cosas horrendas. La verdad es que si Andy Warhol, que coleccionaba adefesios, hubiera visto algunas de las que nos hemos regalado entre nosotras, nos hubiera rogado que se las vendiéramos.

Es una broma que antes nos costaba mucho más que ahora. Antes había que hurgar en busca de algo insólito; hoy, por todos lados nos topamos con cosas excesivas: tablas llenas de frases "bonitas", rebosantes de lugares comunes; adornos llenos de encajes, perlitas, cuentas, colores y cintas que no sabríamos en dónde colocar; "regalitos" que nadie debe comprar y, sin embargo, se venden.

Enrique Llovet fue uno de mis mejores maestros de guión en la Escuela de Cine de Madrid. En 1969 todavía estaba Franco en el poder, de manera que los artistas, como el propio Llovet, hacían malabarismos para eludir la censura que dependía de Sánchez Bella, un tipo nefasto que pertenecía al censor Opus Dei.

Llovet tomó una de las zarzuelas más cursis que encontró y le hizo un montaje brechtiano. No se lo dijo a los censores porque Brecht estaba (¡por supuesto!) prohibidísimo por el Opus. Llovet llenó el escenario de fuentes, balcones, globos, luces, flores y vestidos garigoleados; todo, en technicolor descarado.

Acuérdese que cuando el cine pasó de blanco y negro a color, se usaba el technicolor para llenar la...

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