El Rosario de los insultos

AutorGerardo de la Concha

próximas, valorando de cada cual su verdadero peso, quizás sea una manera de irse haciendo sofisticado sin las rusticidades propias de una condición caracterizada por las carencias.

En mi casa el abandono me había dado una pronta libertad y mi madre no pudo contener mis ímpetus, mi vocación para la calle, el amor a la pendencia, y cuando el padre Lázaro me recibió unos meses en su orfanatorio, fue peor al saber yo cómo contender, cómo enfrentar las jerarquías, la repartición de los panes y de los frutos, conviviendo con los míos burlándonos de las monjas ancianas, derrumbando a los fuertes, dominando a los débiles. Regresé del orfanatorio como si hubiera estado en el cuartel o en la cárcel, con una marca de fuerza o de infamia.

Una de las monjas nos cuidaba en el comedor. Sentada en su alta silla casi siempre dormitaba ya en los postres consistentes en unas pobres frutas, plátanos magullados y manzanas amarillas con sus arrugas grises, frutas que nos sabían a gloria porque no hay orfanatorio que se respete donde los niños no estén hambrientos todo el tiempo, siendo totalmente veraz la expresión "con el hambre de pelones de hospicio". La primera vez me sorprendí de que los niños más chicos y otros, pasaran disimuladamente de mano en mano su fruta al Gordo y su corte, quienes a la cabeza de la larga mesa tenían organizada una reproducción a escala de nuestra sociedad que, como se sabe, es altamente inequitativa.

Alguien me vio, como si con su mirada me suplicara al ser nuevo el obedecer mi parte en el ritual silencioso, en el uso, la costumbre, la ley de la casa. Y me negué, es posible que ahí definiera mi destino. En la noche quisieron castigarme, pero yo había guardado la navaja de muelle facilitada por Octavio -amigo con el que ansiaba retornar de nuevo a la vida libre olvidando ese periodo de pena- y por eso no pudieron hacerme nada al abrirla decidido, empuñándola en una mano mientras llamaba al Gordo con la otra, quien era un pequeño sátrapa, no un tonto.

Me dejaron en paz y santo remedio; empezaron a pasarme a mí también a la hora de la comida frutas de los otros niños, algunos de los cuales me rodeaban por las tardes queriendo encabezara su rebelión. De algún modo el poder se equilibró durante mi estancia en ese sitio en el cual convivían la infelicidad y la salvación. Esa circunstancia era una metáfora de complicidades irremediables, de injusticia, de aprovechamiento; en realidad por no ser de mi barrio esos niños del internado me...

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