'Al río Bravo lo bajaron'

AutorJorge Ricardo

ENVIADO

GUATEMALA.- Se puede pensar que aquí comienza todo. En la Avenida 15, en las afueras de Guatemala, en la Casa del Migrante, edificio gris y beige como una fábrica, con un timbre que no deja de sonar. Eugenio Mujica, mulato colombiano de 30 años, cuerpo de corredor de maratones bajo la camiseta blanca, cena un plato de arroz con frijoles en la cocina. Hace a un lado una servilleta con tortillas porque no le gustan y se bebe el agua de horchata; a su lado, un haitiano gigante, negrísimo y asustado, mastica lentamente.

Eugenio no piensa. Lo hizo hace 15 días, antes de salir de Curumaní, en el Departamento Cesar, al noreste de Colombia, dispuesto a llegar hasta Québec, en Canadá, donde imagina que apoyarán su talento de medio fondista. "Excelente, excelente, me ha ido excelente. He tenido contratiempos, pero yo sé que son normales. Ya venía preparado para esto", dice.

Después de que quebró su negocio de comida en el municipio de Curumaní, empeñó la casa, se despidió de su mujer y su niño. No le avisó a nadie más, aunque era lógico. No se iba a conformar con un salario de 35 mil pesos diarios, 8.5 dólares, lo que vale un kilo de carne.

"Los que no se van es por mediocres", afirma. Lo repite de algún modo en los videos donde se ha grabado en solitario, a la hora de irse, a la hora de entrar el 23 del abril en el Tapón del Darién, la zona selvática entre Colombia y Panamá. "No voy aquí detrás de una fantasía, quiero ver mi sueño hecho realidad...". Eugenio acusa que los periódicos, en vez de incentivar la migración, alientan el miedo.

Anochece en el albergue que sostienen los misioneros Scalabrinianos. En la cocina mal iluminada comen dos venezolanos, tres hondureños, dos nicaragüenses, un colombiano, todos recién llegados que podrán quedarse dos noches; lo escuchan callados mirando las paredes.

"Hay días en que los ingresos no nos bajan de 75 personas, imagínate ¿que queda? huevitos, frijoles y arroz, ¿verdad? Pero algunos se van molestos porque ya toman como una obligación ayudarlos", se queja la enfermera del albergue que pasa el día en un cuarto de dos por dos atiborrado de pastillas. Ella ha llegado a pensar que tienen algo que les obliga a ir al norte con los ojos cerrados. Es por la pobreza, señala. Pero que es claro que no sólo es eso, porque los más pobres no tienen ni para irse. También está la violencia y la falta de perspectivas.

En la cocina suena una olla exprés a punto de reventar. En la mesa larga come el cubano Lázaro...

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