La responsabilidad moral

AutorRonald Dworkin
Páginas129-157
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VI. LA RESPONSABILIDAD MORAL
RESPONSABILIDAD E INTERPRETACIÓN
Agenda
Recapitulemos: la moral es un dominio independiente de pensamiento.
El principio de Hume —en sí mismo un principio moral— es sólido:
cualquier argumento que respalde o socave una afi rmación moral debe
incluir o presuponer afi rmaciones o supuestos morales adicionales. La
única forma sensata del escepticismo moral es, en consecuencia, un
escepticismo interno que, más que poner en tela de juicio el carácter de
búsqueda de la verdad de la convicción moral, dependa de él. El único
argumento sensato para la concepción “realista” de que algunas afi rma-
ciones morales son objetivamente verdaderas es, en consecuencia, un
argumento moral sustantivo en el sentido de que una afi rmación moral
específi ca —que hacer trampa con los impuestos es incorrecto, diga-
mos— es verdadera y seguiría siéndolo aun cuando nadie desaprobara
las trampas impositivas. Si estimamos que nuestras razones para acep-
tar cualquiera de esas afi rmaciones morales son buenas, también debe-
mos estimar, entonces, que estamos “en contacto con” la verdad del
asunto, y que su verdad no es un accidente.
Es probable que algunos lectores encuentren en esta declaración de
independencia tan solo una forma más profunda de escepticismo; un
escepticismo tan profundo que es escéptico incluso con respecto al es-
cepticismo. Pero no hay aquí escepticismo alguno, ni siquiera con res-
pecto al escepticismo. La tesis de la independencia les deja la libertad de
concluir (si eso es lo que les parece correcto) que nadie tiene jamás ab-
solutamente ningún deber o responsabilidad moral. ¿Cómo podría ha-
ber una forma más profunda de escepticismo? ¿Estaría usted mejor —en
el plano intelectual o en cualquier otro— si pudiera llegar a esa conclu-
sión dramáticamente escéptica gracias a una ración arquimediana de
metafísica o sociología y no a través de un argumento moral? ¿Estaría
mejor si pudiera llegar a la conclusión opuesta —que la gente tiene, en
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efecto, deberes morales— por medio de un platonismo arquimediano de
“morones”? Acaso usted pensara: “Sí, porque entonces podría tener más
confi anza que ahora en mis convicciones”. Pero no podría, porque ten-
dría que decidir —mediante el recurso exclusivo a un argumento moral
corriente— cuáles de sus convicciones son verdaderas para saber cuáles
fueron hechas verdaderas por los “morones”.
Estas conclusiones son importantes; hemos establecido, creo, que
la concepción corriente tiene sentido y que las críticas externas a ella
no lo tienen. Pero nada más. Nuestra limitada conclusión no ha de sor-
prender a quienes no son fi lósofos. Lo que preocupa a estos no es si las
afi rmaciones morales pueden ser verdaderas, sino cuáles de ellas lo
son; no si podemos tener una buena razón para pensar como pensa-
mos, sino si, en efecto, la tenemos. Muchas personas y algunos fi lósofos
que subrayan esa cuestión esperan encontrar una piedra de toque: un
test para el buen argumento moral que no presuponga la cuestión que
trata de responder dando por sentada una teoría moral controvertida.
Si el argumento expuesto hasta aquí en este libro es sólido, la esperanza
no es razonable. Nuestra epistemología moral —nuestra descripción
del buen razonamiento en temas morales— debe ser una epistemología
integrada antes que una arquimediana y, por tanto, debe ser de por sí
una teoría moral sustantiva y de primer orden.
Siempre somos culpables de algún tipo de circularidad. No tengo
manera alguna de testear la exactitud de mis convicciones morales,
salvo mediante el despliegue de más convicciones morales. Mis razones
para pensar que la trampa con los impuestos es incorrecta son buenas
razones si los argumentos en los que me apoyo son buenos. Esta es una
descripción demasiado tosca de la difi cultad: esperamos que el círculo
de nuestras opiniones tenga un radio más amplio. Pero si me enfrento
a alguien que sostiene opiniones morales radicalmente diferentes de
las mías, no puedo contar con encontrar en mi serie de razones y argu-
mentos nada que para esa persona sea irracional no aceptar. No puedo
demostrarle que mis opiniones son verdaderas y las suyas falsas.
Pero sí puedo tener la esperanza de convencerla —y convencerme—
de otra cosa que a menudo es más importante: que he actuado de ma-
nera responsable al adoptar mis opiniones y moverme en función de
ellas. La distinción entre la exactitud y la responsabilidad en la convic-
ción moral es una dimensión adicional de lo que he llamado concepción
corriente. Tal vez acierte con respecto a la acción afi rmativa cuando

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