Réquiem a la muerte

AutorRicardo Marcos G.

Caminaba vacilante entre los gloriosos ramos de crisantemos y cempasúchil, abrumado en mis cavilaciones, acariciado por los recuerdos.

Espeluznantes monumentos se alzaban aquí y allá, relucientes en sus piedras glaciales caídas de esplendor. Tras unas lápidas derruidas me acerqué a una capilla curiosa, coronada con el busto bronceado de una dama de semblante noble y ojos severos.

El metal corroído les daba a los párpados una especie de sombreado jaspeado. La pequeña capilla lucía una raída puerta de hierro que chirriaba entreabierta al contacto con el aire.

Arreciaba la ventisca, así que en parte como refugio y en parte por curiosidad decidí dar un vistazo al interior. Un bello altar marmoleado se erigía al final de la pequeña estancia. El polvo apenas era visible. El mantel púrpura resplandecía, encima un libro yacía abierto. Leí la página con la curiosidad de un niño:

"Solamente una hora más, y la lucha quedará atrás. Y aún este corazón de malicia personificada puede sentir, cuando se consagra un espíritu tan joven, tan puro a la tumba".

Cerré el libro. El fragmento de William Harrison Ainsworth me dio escalofrío.

Tiritaba como un viajero perdido en la estepa glacial. Abotoné mi abrigo al mismo tiempo que resoplaba vaho. Caminé hacia la salida, pero ahí estaba en la puerta. La dama del busto personificada en su magnificencia pálida y cadavérica: vestida de negro, olanes de encaje, sombrero amplio de tocado marchito, hoz en mano. El rostro se asemejaba al de Irasema Dilián, fascinante y pétreo.

¿Me habría llegado la hora?

Todo terminaría en un instante.

"No he venido por ti... aún", dijo la catrina.

Parecía disfrutar mi incomodidad a esa última palabra. Una sonrisa sardónica iluminó su rostro nacarado. "Los mortales son curiosos, por más que intentan evitarme llegará el momento en que caerán en mis brazos, con o sin cremas u operaciones quirúrgicas, con dinero o sin dinero".

Al menos no carecía de cierta belleza.

"Todavía tienes muchas cosas por hacer", dijo más suavemente, "nos volveremos a ver en tu vejez". Un poco más animado por esa revelación me atreví a preguntarle: "En qué puedo servirle, señora".

"Caminemos", respondió y tomándome del brazo salimos del recinto. Me apretó con fuerza. Al ver que palidecía, relajó su mano. Volví a sentir entonces que la fuerza de vida regresaba.

"A veces se me olvida que mi apretón puede ser mortal", se disculpó.

"¿Ves esa tumba de allá? La que dice Patricio Dalroy".

"El famoso capitán, sí, ¿cuál es...

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