Reminiscencias en el frío de Monterrey

(Embargada para sitios en internet hasta las 24:00 horas locales)Agustín BasaveDirector de Posgrado de la Universidad IberoamericanaColaboración especialHace frío, un frío húmedo y brumoso. La ciudad tirita envuelta en una cobija de algodones blancos y grises, difuminando su paisaje urbano en un cuadro impresionista. Es invierno y estoy en Monterrey, mi tierra, que como cada diciembre está recibiendo la gélida bofetada que sacude el rostro imperturbable de su verano.Acaso para ahorrarnos la parte intermedia del termómetro, el tiempo es aquí calor con puntos suspensivos y un impredecible paréntesis de hielo. Los regiomontanos, dice el chiste, tenemos el clima más estable de México, porque siempre está malo. Quizá, pero sabemos a qué atenernos. En días como hoy valoramos a la bola de fuego que quema el resto del año, ésa a la que sólo Bóreas se atreve a ponerle las manos encima para arrojarla quién sabe a qué lugar detrás de las montañas. Y es que el halo invernal es fugaz pero genuino, a diferencia de esos forasteros que llaman primavera y otoño a los que en vano esperé durante casi veintidós años. Tuve que irme a estudiar a Estados Unidos para darme cuenta de que las imágenes de praderas con flores multicolores o de árboles de follaje marrón y ámbar no eran fotomontajes.Uno tiene que salir de su terruño, en efecto, para entender los mapas. Yo conocí el mar en mi adolescencia; antes de viajar a las costas del Pacífico mexicano, la concentración más grande de agua que había visto era un charco que se formaba en la cochera de mi casa dos o tres veces al año, cuando llovía. Crecí a unos metros del cauce seco y polvoso del Santa Catarina, y sólo en mi juventud pude visitar el sureste y convencerme de que hay ríos donde uno puede bañarse. Tiempo después, tras de asentarme en la Ciudad de México, me volví a ir a estudiar al extranjero, esta vez a Inglaterra, y empecé a extrañar la temperatura extremosa de mi niñez. Allá también hallé no cuatro sino dos estaciones, pero distintas: invierno y la del tren. Después de respirar tanta neblina y de vislumbrar esporádicamente su sol lagañoso, comprendí que la verdadera etimología del adjetivo de flemáticos con que se describe a los ingleses no viene de su carácter sino del fluido viscoso que su clima les provoca en las vías respiratorias, y me di cuenta de que la verdadera motivación del Imperio Británico era buscar colonias descaradamente soleadas, donde el astro rey no se asomara con tanta discreción y...

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