Rebanadas / Extreme makeover

AutorCony DeLantal

A la plaza que fueres haz lo que vieres. Y es exactamente lo que hizo El Tío después de sufrir daños colaterales en su sucursal de la Plaza Lúa (tronó, pues), básicamente por aferrarse al sabor de la tradición en medio de una zona en ebullición.

Para rebajarle esos 100 kilos de aburrimiento al local fue necesario practicarle un Armagedón estético desde las paredes hasta las ideas: face lift con reducción de fachada, liposucción en las solemnidades, bypass gastronómico con levantamiento de gusto y una depilación total en la zona de las telarañas y los recuerdos.

Lo que resultó fue un concepto alivianado de modernidad anoréxica (minimalista, le dicen otros) que ahora le llaman de cariño La Tilica. Más o menos la misma historia de algunas de mis comadres que ya hicieron la dieta del bisturí.

La Tilica es una cantina contemporánea de menú botaneado y música recio, espacios abiertos y terraza en la pasada, conceptos ingeniosamente copiados de sus vecinos, que son copia de los que ya habían copiado a otros copiados y así hasta que llegamos al Big Bang de toda esta moderna aglutinación de mesas al aire libre en los volados de nuestras plazas, que si no me equivoco empezó un viernes por la noche en la 401 de Calzada y se volvió viral.

Resulta que tuvo su pegue este desorden de revolver lujos con informalidades en un pasillo, y a la de tres todas las plazas a copiarlo.

Ya con La Tilica integrada al ambiente, la Lúa se siente como un dèja vú de cualquier noche en otro de estos arrejuntes de cocinas y barras, en los que no sabes dónde empieza una fiesta y dónde termina la otra.

Llegando te recibe la típica hostess, quien no se sabe de otra más que preguntar "¿mesa para cuántos y a nombre de quién la pongo?". No quiero demeritar la profesión, pero por lo visto no se necesita más que llevar las materias de "cálculo básico" y "llenado de libretas" para sacar título de hostess.

Lo que roba tu atención desde que te le acercas a La Tilica es una frase de tremenda letrona a prueba de miopía y astigmatismo, inscrita de lado a lado por encima de la barra, con un profundo y poético mensaje que no le entendí ni el cómo, ni el cuándo ni el dónde: "Déjame ser un error en tu vida"... O sea, ¿de parte de quién?, porque mi marido ni pidió permiso.

Pues ya sentadita, precisamente junto al error de mi vida, intenté disfrutar de una copa de vino bajo el plenilunio que matizaba esa atmósfera cantinosa y oscurona, pero ni la copa de vino ni mi marido...

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