Rebanadas / Acogedor y sin poses

AutorCony Delantal

Una de mis hijas fue a visitar a su amiga, quien vive en un pequeño departamento de lo más lindo en la Roma Norte. Al salir, y como el edificio es viejito, el elevador falló y la pobre se quedó atrapada.

No pasó mucho tiempo para que el portero la escuchara pidiendo ayuda, pero salió súper espantada. Me llamó para que la alcanzara, y yo, como toda buena madre, quise consentirla con una comida en el lugar de su elección.

Una pequeña escalera de caracol, enmarcada por exuberantes flores, te lleva a un segundo piso con una terraza completamente iluminada y con el mobiliario más desenfadado que se les ocurra.

Así es Campobaja, un pequeño restaurante que, en sólo dos años, ha logrado conquistar a quienes buscan una cocina sencilla y de disfrute en un espacio sin poses.

De entrada puedo decir que me encantó la informalidad del establecimiento, sus pequeñas mesas de madera y una linda barra que se observa al fondo del mismo.

En cuanto llegamos, un amable mesero nos acercó la pequeña carta y nos sugirió algunos de los platillos del día. Los precios, tal como el lugar, resultan también modestos.

Platillos caseros, que dejan ver lo mejor de la cocina de Baja California, así como un menú en el que brillan cervezas artesanales y una cuidada selección de vinos nos abrieron el apetito.

Para comenzar, pedimos unos ostiones kumiai ($80) y unos sopes de jaiba ($150), todo al centro. Acompañamos con una copa de Yo Soy ($120), un vino rosado del Valle de Guadalupe. Tres ricas piezas de estos moluscos, famosos por su sabor y textura, llegaron a la mesa sólo con un toque de limón y ponzu.

Seguimos con nuestra triada de sopecitos, que son minúsculos, pero de gran sabor. Una cama de frijoles, jaiba fresca con chile de California, cebolla, jitomate y aguacate conforman este plato, ideal para compartir. Aunque no es espectacular, cumple y deja satisfecho a quienes buscan algo rico y sencillo.

Con una tostada de aguachile ($100) y una orden de acamayas a la mantequilla ($300) continuamos nuestra agradable comida, que hizo que mi hija olvidara el pequeño sustito.

La tostada, de un tamaño discreto, la partimos en dos para que ambas disfrutáramos nuestro último plato: una orden de exquisitos crustáceos preparados con mantequilla, especialidad de la casa.

Aguachile de camarón tatemado con cebolla encurtida y finas rodajas de pepino dotaron de gran sabor a esta tostada ligeramente picosa. Puedo decir que, de entre lo que disfrutamos durante nuestro encuentro, este tiempo...

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