Ponciano Arriaga

AutorJosé P. Rivera
Páginas775-798
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Ponciano A rriaga
1811-1865
DESDE LOS insurgentes que rebelaron la pa-
tria, hasta los batalladores de 1855 que pe-
learon por darle forma, hay diversos perio-
dos que estudiar.
Los súbditos de 1810 se alzaron para
crear la nacionalidad; los soldados que acau-
dilló Iturbide —el doblemente traidor— se
fundieron con los inmaculados de Guerrero,
para darle vida; los soñadores de 1824 bus-
caron, a pesar de sus aberraciones, la manera
da hacerla prosperar; y los legisladores de
Ayutla, haz tan apretado como pequeño y
tan inteligente como audaz, trabajaron sin
descanso para cimentarla.
Parece, a primera vista, que en la revo-
lución de que fueron corifeos Villarreal y
Álvarez y Comonfort, no hay más elemen-
to de lucha que el producido por un hondo
descontento político.
En efecto, cuando se recuerdan las ve-
jaciones de Santa-Anna, se aprecia el pro-
fundo malestar de las clases pensadoras y se
comprende por qué se lanzaron a la revuelta
y por qué triunfaron. En aquella lucha en-
carnizada, la victoria tenía que estar de par-
te de aquellos que peleaban con el denuedo
que da la desesperación por sufrimientos
irremediables, y la fe en una causa que será
la prosperidad del porvenir.
Pero si, afanosos de inquirir cuáles son
los factores todos que integran un hecho,
nos acercamos a ese grandioso alzamien-
to de Ayutla, advertiremos que no es el
descontento político el único factor de la
revuelta.
Una agitación sorda y amenazadora se
difundía a través de las distintas capas so-
ciales. Las primeras, esto es, las ilustradas,
pugnaban por quitar de sobre sus hombros,
la tiranía; las secundas, esto es, las menos
ilustradas, muy particularmente las que vi-
vían alejadas de las capitales, anhelaban por
acabar con las extorsiones de que eran
víctimas.
Esa extorsión venía de luengos años.
La obediencia al despótico gobierno
virreinal fue una consecuencia forzosa de la
tiranía que había pesado sobre los mexica, y
del hábito de obedecer ciegamente, que vivía
en el organismo de los tercios conquistadores
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776 LIBERA LES ILUST RES MEX ICANOS D E LA RE FORMA Y L A INTERV ENCIÓN
y de los españoles todos. En la Colonia la su-
misión fue completa. Donde no hay hombres
que piensan, no hay hombres que deseen ser
libres. En Nueva España nadie pensaba, por
lo tanto, nadie quería ser libre. Junto a unos
cuantos criollos que concebían la verdad en-
vuelta en las catástrofes y los crímenes y sus
absurdos de la Revolución Francesa, estaba la
mayoría analfabética que ni aun recordaba
con la tradición oral, las heroicidades de sus
antepasados, ya fueran éstos Motecuhzoma
Ilhuicamina o Cuauhtemótzin, el Cid Cam-
peador o don Pelayo.
Y como no en balde pesa sobre un pue-
blo una servidumbre de siglos, el mayor
número de mexicanos, libres de nombre,
continuó sojuzgado por el elemento militar
que con el tiempo y por la fuerza misma de
los antecedentes, se apoderó del gobierno;
y por el elemento clerical, que desde 1519,
procuró adueñarse, y se adueñó, de todas las
conciencias.
El soldado y el fraile eran señores omní-
modos. El primero, fuese en tiempo de paz,
fuese en tiempo de rebeldías intestinas, po-
día cometer cuantas exacciones le viniesen
en gana, seguro de que abusos y arbitra-
riedades, atropellos y crímenes quedarían
impunes: el saqueo bajo todas sus formas,
era una nadería para la turba en que desde
el jefe, lleno de entorchados, hasta la ha-
rapienta soldadera, no había ninguno que
no procurase dar rienda suelta a sus malas
pasiones.
El segundo, ya en el pulpito, amena-
zando a los siervos con terribles penas para
la vida de ultratumba sino se prestaban de
buen grado a todas las exigencias; ya afian-
zando su poder en el confesionario; domina-
ban las conciencias y obligaba a los hombres
a que depositaran en el altar lo más precia-
do de sus siembras y de sus crías, y la mejor
parte de la ganancia que le produjera el exi-
guo residuo que dejaba el acaparamiento de
los frailes.
No había espectáculo más triste que el
de nuestras campiñas y el de nuestros labo-
ríos. Sobre la propiedad gravitaba una ame-
naza constante: si escapaba a las depreda-
ciones de los pronunciados, caía en la sirte que
abriera la avidez del clero.
Así, el día en que una revolución ofreció
librar al pueblo de tanta calamidad, el pue-
blo voló al combate, deseoso de ganar para
sus bienes, a costa de la sangre y aun de la
vida, la mayor suma de garantías y de
seguridades.
Es indudable que los humildes volunta-
rios de 1855, los que trajeron triunfante a D.
Juan Álvarez, no pelearon única y exclusiva-
mente por el progreso político, porque fuese
perdurable la república democrática, repre-
sentativa y federal. No, guerrearon movidos
por un sentimiento egoísta.
Los altruistas, los que se afanaron por el
progreso de la patria, fueron los pensadores
que, a raíz de la victoria, subieron al poder.
Ellos, hijos del pueblo en su mayor parte, si
no en su totalidad, habían visto de cerca los
sufrimientos y comprendido la necesidad
del remedio. Partícipes de los dolores, venían
a alentar a los trabajadores, y a poner en pie
las conciencias que por muchos años estu-
vieron de rodillas.
Tal era, siquiera en breve sinopsis, el es-
tado del país. Veamos ahora la obra de rege-

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