De política y cosas peores / Verdaderos maestros

El ginecólogo le informó a Bobolina: "Vas a tener un bebé". Preguntó ella, suspicaz: "¿Está usted seguro de que la criatura es mía?"... El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Segunda Venida (no confundir con la Iglesia de la Segunda Avenida, que permite a sus feligreses cometer el pecado de adulterio a condición de que después aprendan de memoria seis versículos de la Biblia), el reverendo Rocko Fages, digo, no tenía esposa ni amiga. Eso lo llevaba a veces a incurrir en placeres solitarios que luego lo apenaban, pues lo que hacía no cuadraba ni con su edad ni con su ministerio. Habló entonces con la hermana Calvinia, organista de la congregación, y le dijo: "Estoy tratando de dejar el hábito de la masturbación, hermana. ¿Podría usted echarme una manita?"... Don Madano, señor bastante robusto, por no decir tremendamente obeso, iba a hacer un viaje por avión, y la línea aérea lo hizo comprar dos asientos para él solo. Su esposa lo consoló: "No te mortifiques, viejo. Piensa que te darán dos bolsitas de cacahuates"... Los músicos que tocaron un concierto en beneficio del programa para prevenir embarazos no deseados se salieron un segundo antes de terminar... ¿Qué fue de Mario, aquel alumno mío en el curso de Literatura Mexicana que impartí como maestro huésped de la Universidad Autónoma de Nuevo León? La asistencia a mis sesiones semanales era de tal manera grande -se inscribieron 400 estudiantes- que me asignaron como salón de clases la preciosa Aula Magna del antiguo Colegio Civil de Monterrey. El promedio de edad de los asistentes andaba en los 20 años. Mario tendría 70. Había vivido su vida como la vida se debe vivir: apasionadamente. (Todo lo que en la vida no es pasión es desperdicio). Hablaba con arrobo de una vedette que actuó en sus tiempos con el nombre de La Fata Morgana. Admirador fervoroso de Lorenzo Garza, contenía sus hiperbólicos elogios al Ave de las Tempestades por respeto a mi paisanaje con Armilla, el Maestro de Saltillo. Citaba con igual prestancia las Confesiones de San Agustín y El Capital de Marx. Todo lo sabía Mario, menos si iría a comer el día siguiente. A su edad conservaba ímpetus de juventud...

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