DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Plaza de almas

AutorCatón

¿Te conté alguna vez, sobrino Armando, de cuando hice el amor en una iglesia? No pongas esa cara. Ya te he dicho que en su larga vida de pecador carnal tu tío Felipe ha hecho el amor en muchas partes: en un cine -no en un autocinema, que para eso eran, sino en un cine normal, de los que no son para eso-; en un autobús de pasajeros -"La noche es larga, y en algo hemos de entretenernos", me dijo al oído mi desconocida compañera de asiento después de que en la oscuridad me puso una mano en el muslo-; en el escenario de un teatro -luego te relataré esa historia-; en una oficina pública, con miedo de que llegara el titular... Pero hacer el amor en una iglesia, Armando, eso no cualquiera. ¿Quieres saber cómo sucedió? Va de historia, que no de imaginario cuento. En aquel tiempo yo era joven y no feo, como decía la revista Confidencias. Me contraté de agente vendedor para un laboratorio que fabricaba el jabón "Flor de Cerezo", ya desaparecido. "Con aromas de Oriente", decía su publicidad. Cierto día llegué a un pueblo del Bajío, y en la tienda vi a una mujer ya entrada en años, cincuentona quizá, pero todavía de muy buenas carnes. Al salir me miró con una mirada que más que de invitación me pareció de súplica. Le pregunté al tendero: "¿Quién es esa señora?". Me respondió: "Es la guardiana de San Tiburcito". No entendí. El hombre me explicó que en las afueras del pueblo, sobre un pequeño cerro, había una capilla donde se veneraba a ese santo, un niño que había sido muerto por una bala perdida en un encuentro entre federales y cristeros. Me dijo que el tal santito no era en verdad santo -el cura del lugar no lo reconocía-, pero de cualquier modo la gente le tenía devoción; le rezaba y le llevaba flores y limosnas para pedirle tal o cual milagro. El difunto marido de la mujer, que había sido coronel del gobierno, le construyó aquella ermita, temeroso de que una bala de su máuser hubiera sido la que...

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