DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Plaza de almas

AutorCatón

El que voy a narrar hoy es un cuento de frontera. Quiero decir de la frontera -extensísima frontera- entre México y Estados Unidos. Yo ya no la cruzo, ni la cruzaré mientras ese mal hombre que se llama Trump sea Presidente de la nación vecina, tanto ha agraviado a México y a los mexicanos. Pero ésa es harina -arena- de otro costal. Los cuentos de frontera son siempre muy sabrosos. Tienen el ingenio de la gente fronteriza, y su traviesa picardía. Especialmente los relatos del noreste mexicano -de Tamaulipas, Coahuila y Nuevo León- recogen el talante y galanura de los mexicanos que por vivir en vecindad con el país del norte no pueden darse el lujo de nortearse. Recogen esos cuentos, además, las ricas expresiones de la gente; el infinito vocabulario que el pueblo hace y que los diccionarios a veces no recogen; los moditos de hablar de la gente fronteriza, lo mismo de la que vive en las ciudades que de la que en el campo vive. Y va de cuento el cuento. Sucedió que dos parejas de compadres, vecinos de algún pequeño pueblo de esos lares, decidieron pasarse "al otro lado". No eran aquellos tiempos los de ahora, tan dificultosos, tan llenos de riesgos y peligros. Eran los años buenos, de mediados del pasado siglo, en que los braceros mexicanos eran muy bien recibidos por los gringos, si no muy bien tratados. Recuerdo en este punto al mexicano que decía que su patrón de Texas creía que él y su compadre eran muy santos. Explicaba: "A mí me dice San Ababich, y a mi compadre San Abagán". Pero advierto que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Se fueron, pues, "al otro lado" los dos compadres y las dos comadres, y encontraron los cuatro ocupación en un plantío algodonero donde los engancharon -así se decía- para hacer la pisca. Todos los días al amanecer el capataz le daba a cada uno su saca, que es un costal de lona, más largo que ancho, con una banda para colgarse del hombro mientras el piscador lo va llenando con...

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