De política y cosas peores / Plaza de almas

Miren a esta mujer. ¿Verdad que parece un sueño? Después les diré por qué parece un sueño. Ahora miren a este hombre. ¿Verdad que no parece un sueño? Luego les diré por qué no parece un sueño. Para que entiendan ustedes esto del hombre y la mujer, del sueño y del no sueño, debo hablar primero de los antecedentes del asunto, pues de otro modo la historia no tendrá pies ni cabeza, y ambas cosas son necesarias para que el relato cobre sentido y no parezca una de esas fantasías que el cine y la televisión han puesto tan de moda, llenas de ficciones imposibles de creer. He aquí los antecedentes. El hombre de nuestro cuento -de nuestra historia, mejor dicho, porque esto es realidad- soñaba todas las noches un sueño, el mismo siempre. En él veía a una mujer de excepcional belleza. No era la suya una belleza terrenal, sino de espíritu. Al verla en su sueño el hombre pensaba que así se han de ver las almas en el cielo. A nadie sorprenderé si digo que se enamoró de ella con la vehemencia del primer amor. Apresuraba la hora de irse a dormir para soñarla. Y siempre la hallaba ahí, en su sueño; cada día más bella, como un sueño; cada día más distante, como un sueño. Una noche sucedió algo que cambió por completo el rumbo de las cosas: ella lo miró al pasar. Fue la suya una mirada ingrávida; un leve roce de mirada apenas. Después los ojos de la amada se perdieron otra vez en el sueño que ella iba soñando. Cuando a la mañana siguiente el hombre despertó los ojos de la mujer seguían mirándolo. Lo acompañaron todo el día. Luego, en el sueño, lo volvieron a mirar, ahora con intensidad mayor. Y es que ella también se había enamorado del hombre que la veía en sus sueños. Los dos supieron entonces que se amaban. Eso los lleno de un inefable gozo: la mayor felicidad es la del amor...

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