De política y cosas peores / Plaza de almas

Yo no la he visto nunca, créanme, y siempre he vivido aquí. Me gustaría poder decir que la muchacha se me ha aparecido -eso daría prestigio de leyenda a la casona-, pero si lo dijera estaría mintiendo, y yo jamás digo una mentira. A menos, claro, que sea absolutamente necesario. Bien quisiera yo confirmar lo que la gente de tres generaciones ha contado: que algunas noches vaga por los aposentos de la casa el espectro de una mujer joven que lleva en los brazos a un bebé igualmente fantasmal. Cuando la sombra se topa con alguien perteneciente al mundo de los vivos le tiende a su criatura, suplicante, como entregándosela para que la saque del silencio y las sombras de la muerte y la lleve a la luz y los ruidos de la vida. Quienes han tenido ese encuentro confiesan que han huido por el miedo. Las mujeres ni siquiera alcanzan a persignarse, y a los hombres les falta valor para hacer aquello que han dicho en conversaciones de cocina: que en presencia de un alma en pena se le debe recitar la oración llamada de las Siete Verdades, con lo cual el ánima vuelve solita al purgatorio. El tío Quico -se llama Pacífico- es librepensador. Y lo es no sólo teórico, sino también práctico. Un día puso en aprietos al señor cura García Siller, encargado de la parroquia del Sagrario, cuando por pura chunga fue en compañía de dos de sus amigos -secuaces, en palabra de su catoliquísima mamá- a pedirle que oficiara una misa en sufragio del alma de don Benito Juárez con motivo de su aniversario luctuoso. Pues bien: el tío Quico es testigo de la existencia del fantasma. Razona el hecho de que otros no lo hayamos visto diciendo que para ver aparecidos se debe tener un don semejante al de la radiestesia -esa facultad que tienen los que pueden localizar agua subterránea o tesoros ocultos-, habilidad natural que unas personas poseen y otras no, por lo cual no son capaces de ver a los espíritus. Todo se puede explicar científicamente, afirma. Dijo que había visto a...

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