De política y cosas peores / Plaza de almas

Cuando mis hermanos y yo éramos pequeños nuestro padre, que ya goza de Dios, y Dios de él, hacía un truco que nos llenaba de asombro y regocijo. Tomaba una servilleta de papel, la doblaba de modo que pudiera sostenerse verticalmente, y luego le prendía fuego con su encendedor. Se consumía el papel, pero quedaba en pie una estructura frágil, como de cenizas, que al terminar de arder se levantaba -¡oh prodigio!- por el aire, y descendía luego convertida en inasible polvo gris. "Brujas", si no recuerdo mal, llamaba mi papá a aquellos ígneos papeles voladores. Pues bien: si alguna vez mi casa ardiera se elevaría igual, porque está hecha principalmente de papel: el de las hojas de los libros que la llenan como árboles de un infinito huerto. Bien vistas las cosas, todo lo que hago es prolongación de mis juegos de niño. Los libros, por ejemplo, son para mí objetos encantadores que disfruto como las canicas y los aros de ayer. Otros juegos deleitosos hay en esta vida, loado sea el Señor: el de la mujer, el del amigo, el del vino y la canción. Lo mejor que uno puede hacer es gozarlos, y ser uno mismo objeto placentero que ponga alegría en la vida de prójimos y prójimas. Mi casa es una torre de papel, vuelvo a decirlo. A más de mil y mil páginas de libros hay copias impresas de innumerables textos, y cartas de las de antes, y documentos públicos y privados -algunos privadísimos-, y estampas y estampitas, y fotografías. Tantos papeles tengo que entre ellos me extravío como en inexplorada selva. Cuando necesito este papel, o ese otro, jamás lo encuentro, nunca. Pasan los días, o los años, y de repente aquel papel me encuentra a mí y me dice: "Te estaba buscando. ¿Dónde andabas?". Pondré un ejemplo: aquella carta de Elena Garro que recibí hace muchos años. Si supiera dónde está -por ahí ha de estar- la sacaría y con ella haría una contribución no sé si buena o mala -o a lo mejor peor- a la historia de la literatura nacional. Esa carta debería conocerse. Podría servir para evitar que el relato de la vida de los grandes se escriba con humo de incensario. Va de historia, entonces, que no de cuento...

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