De política y cosas peores / Doctrina esencial

AutorCatón

"¡Joto!". Así le gritábamos los chiquillos de la calle a Robertito Guajardo, el más conspicuo homosexual que había en Saltillo, mi ciudad. Desde luego no sabíamos que ese término, al mismo tiempo despectivo e injurioso, se originó en el hecho de que en la cárcel de Lecumberri los delincuentes homosexuales eran confinados en la crujía marcada con la letra J. Aun sin saberlo, le gritábamos a Robertito: "¡Joto!". Él hacía por perseguirnos para castigarnos con algún mamporro, pero lo detenía doña Fina Robledo, amabilísima señora vecina de mis padres. "No les haga caso, Robertito. Son niños". "Es que me dicen cosas, Finita. Y yo no tengo la culpa de ser como soy. Así me hizo Dios". "Así me hizo Dios". He ahí la respuesta a todas las argumentaciones de los predicadores en contra de las personas homosexuales. Con el mayor respeto para la Biblia, el Señor no los creó solamente hombre y mujer. La homosexualidad no es una enfermedad, ni menos una degeneración de la persona. Es una condición, tal como lo es la heterosexualidad. Quienes la tienen son merecedores del mismo respeto que los heterosexuales, y deben poseer los mismos derechos de que gozan éstos. Lo mismo ha de decirse de quienes, sin haber nacido con esa preferencia, la escogen como parte de su vida en uso del libre arbitrio del cual, en opinión de los creyentes, la misma divinidad los invistió. Sucede, sin embargo, que los cristianos católicos somos a veces más católicos que cristianos. Olvidamos la esencial doctrina de Jesús, que es el amor, y privamos a diversos grupos -las mujeres, los homosexuales, los divorciados- de la dignidad y los derechos que han de compartir por igual todos los hijos de Dios. Lo digo a propósito del documento emitido por la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cual niega la posibilidad de que las uniones de personas homosexuales sean bendecidas. Yo pienso que esas parejas deberían recibir incluso el sacramento del matrimonio, en...

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