DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Confiados

AutorCatón

Cuando mi esposa y yo nos casamos éramos muy ricos. Lo único que nos faltaba era dinero. Vivíamos en un departamento tan pequeño que nunca me he explicado cómo pudo caber ahí tanta felicidad. El tal departamento era de taza y plato: un cuarto abajo, el otro arriba. Los comunicaba una escalera por la que debíamos subir con lentitud, pues era de caracol. (Uta, otra idiotez como ésa y mis cuatro lectores quedarán reducidos cuando mucho a dos). Abajo la cocina, que servía a la vez de comedor y sala. Arriba la recámara y un mínimo baño. Eso era todo. Más no necesitábamos. Un buen día, sin embargo, se nos presentó la oportunidad de comprar una modesta casa. La tía Crucita, santa mujer, había fallecido sin descendencia, y en su testamento dejó dispuesto que su casa se vendiera a fin de pagar los estudios de un jesuita. En la venta debería dársele preferencia a Armandito -Armandito era yo-, porque era el único de sus sobrinos que no traveseaba cuando ella nos hacía rezar el rosario. En efecto, a mí me apenaba ver su mansa mortificación, pues los demás primos se la pasaban riendo y picándose las costillas mientras ella desgranaba las hermosas letanías de la Virgen. Me mantenía entonces seriecito, los brazos cruzados, y si algún primo me picaba el costillar le mentaba la madre, pero después del rosario y lejos de la tía. Dio fruto mi devoción pro tempore, y ahora tenía la posibilidad de adquirir una casa para mi esposa y para mí. Había un problema: no disponíamos de un solo centavo. Fuimos entonces al Banco Nacional de México -así se llamaba en aquella época, creo, esa institución- y le pedimos un préstamo al gerente. Nos hizo varias preguntas. ¿Teníamos cuenta ahí? No. ¿Éramos dueños de algún bien raíz que sirviera como garantía hipotecaria? No. ¿Podíamos conseguir el aval de algún comerciante o industrial reconocido? No. "Entonces no puedo darles el préstamo. Lo siento". Salimos del banco desolados...

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