De Política y Cosas Peores/ Estado opresivo

Don José era carpintero. Cosas del nombre, a lo mejor. Viudo y sin hijos -sobre todo sin hijas-, presintió el aire frío de la ancianidad. Pensó entonces que debía buscar quien lo cuidara. Puso los ojos en cierta doncella entrada en años y le declaró con sinceridad su pretensión: necesitaba alguien que viera por él en sus postreros días. A cambio le brindaba los últimos fulgores de su sol (así le dijo en frase que tardó varios días en acuñar), y además el goce de sus bienes, primero como esposa y luego como única heredera. Aceptó ella la propuesta, y se casaron. Solía de vez en cuando el carpintero correrse una parranda. Llegaba entonces a su casa en horas de la madrugada, dormía la mona hasta muy bien entrada la mañana y retornaba luego a su labor. Aquí no ha pasado nada. Cierto día, sin embargo, no llegó a dormir. Amaneció la mañana, y de don José ni sus luces. Lo esperó su señora hasta que sonaron las 12 del mediodía en el reloj del templo parroquial, y salió entonces a buscarlo. Le dijeron que estaba aún en la cantina. Entró ella en el establecimiento. Ahí estaba, en efecto, el carpintero, rodeado por sus contlapaches. Don José vio entrar a su mujer, y eso lo molestó. La reprendió con ásperas palabras, desusadas en él, pues era de natural pacífico. ¿Qué estaba haciendo ahí? ¿Por qué lo iba a buscar en ese sitio reservado a hombres? "Pero, José -trató de justificarse la señora-. Tú mismo dices que te casaste conmigo para que te cuide". Replicó él, hosco: "Para que me cuides, sí, pero no para que me andes cuidando"... Hay en esa frase una gran sabiduría. En efecto, una cosa es cuidar a alguien y otra muy diferente es andarlo cuidando. Lo primero entraña solicitud y afecto; lo segundo es fastidio, pesadez. Lo mejor de nuestro ángel de la guarda es que no se deja ver: si lo miráramos de continuo a nuestro lado no tardaríamos en pedirle que...

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