De política y cosas peores / Imperfectos

En cierto pequeño pueblo de Tamaulipas, bello estado donde hay ahora otro estado dentro del estado, había un señor cura que tenía un vicio. No era pederasta, ni trataba carnalmente con hombre o con mujer, ni se embriagaba en tristes borracheras de buró. Su vicio era el dominó. Ese juego es al ajedrez lo que la cumbia a la ópera, pero sus combinaciones enloquecían al presbítero en tal modo que dedicaba por lo menos dos horas cada día a su entretenimiento. Lo dominaba como maestro consumado; era el Lasker, el Capablanca o Kasparov del dominó. Conocía a la perfección el argot, jerga, caló, jiria o tatacha del juego. Sabía que "la Kitty de Hoyos", "el queso gruyer" o "la cacariza" es la carreta de seises (al cacarizo o picado de viruelas se le llamaba en el pasado siglo "la mula de sietes"); que "la encuerada" es la carreta de blancas; que "el catre" o "cuajo" es el cuatro; que "dar changüí" es jugar con la intención de dejarse ganar, y que "ponerle número a la casa" es anotar cuando ya te ibas a quedar "zapato" o "zapatero", esto es a terminar la partida sin haber obtenido un solo punto. Afrontaba un problema el señor cura: el único lugar del pueblo donde se jugaba al dominó era la cantina, sitio que ciertamente no se podía contar entre los santos lugares. Vencía sus escrúpulos el párroco -las tentaciones son para caer en ellas-, y diariamente iba a las 12 horas en punto a "La sacristía", que tal era el nombre de la taberna. Se lo puso su dueño a petición del sacerdote. Así, si el señor obispo le hablaba al padre por teléfono, la encargada de la oficina parroquial podía decirle al dignatario sin mentir: "El señor cura está en La sacristía, Su Excelencia. Voy a llamarlo". Tenía el tonsurado tres amigos; con ellos hacía el cuarto de dominó. Cierto día -desdichado día- su compañero usual faltó a la cita. El prebendado se afligió: ¿iba a perder el juego? Primero se perdería la eterna bienaventuranza o, más importante aún, la comida de langostinos, cauques, piguas, chacales, camarones de río o acamayas que Pascuala, su sabia cocinera, le preparaba los domingos y fiestas de guardar. Volvió la vista y vio en la barra de la cantina a un mocetón que, solo, bebía su Palfísico. Así llamaban los parroquianos a la rica cerveza...

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