Plaza Pública/ Carlos Hank González

AutorMiguel Angel Granados Chapa

A punto de concluir su gobierno en el Distrito Federal hace casi veinte años, Carlos Hank González me hizo una confidencia que nunca divulgué, porque la supuse parte de una maniobra para alcanzar la única meta que no consiguió en su vida, la de ser presidente de la República. Dijo que por respeto a su madre nunca aclararía que en realidad el impedimento constitucional vigente entonces en el artículo 82 -ser hijo de extranjeros- no lo afectaba, pues Jorge Mario Hank Weber no fue su padre sanguíneo aunque le diera su nombre.

Hacía poco que la tentativa de reforma constitucional -"el 82 para el 82" era su llamativo lema- se había frustrado. Hank González no podría llegar jamás a la Presidencia. Convencido de eso, y de que había colmado sus ambiciones políticas, el "ahorrativo profesor de primaria", como lo llamaba con sorna su paisano Fernando Rosenzweig, volvió a sus negocios. Quiso hacer más dinero del que ya había acumulado en su doble condición de político y empresario. "Pero se me pasó la mano", me dijo tiempo después, cuando estaba de regreso en el gabinete.

Dotado de inteligencia, simpatía y empuje, y carente de cualquier limitación que lastrara el logro de sus propósitos, Hank González simbolizó a la perfección la simbiosis malsana del dinero y el poder, en que ambos factores se alimentan mutuamente. Al desaparecer no morirá del todo, no sólo porque su familia, sus herederos directos continuarán presentes en las altas esferas de la economía (y de sus zonas oscuras, que se entreveran con la delincuencia), sino porque los intereses políticos a los que fecundó siguen tan vivos que acaso dominen a partir de noviembre, vía Roberto Madrazo, al PRI o lo que resulte de su asamblea nacional.

Protagonista de una vida novelesca, la típica historia del hombre que se hace a sí mismo, Hank mostró desde casi niño su carácter excepcional. Quedó huérfano de padre a los dos años y sólo se quedó en su natal Santiago Tianguistenco hasta concluir la enseñanza primaria. Allí volvería su cuerpo ayer sábado. Pero ya no a la minúscula vivienda en que nació, sino al dilatado rancho Don Catarino, bautizado así en memoria de su abuelo materno, y que linda con el parque industrial donde se plasmaron algunas de sus inversiones visibles.

Estudiante aventajado de la escuela normal, Hank González fue profesor aun antes de concluir sus estudios. Y también comenzó su búsqueda de ganancias adicionales a su raquítico salario. El mito creado en su torno diría más tarde que fabricaba dulces en la cocina y los vendía personalmente subiendo y bajando de autobuses. Alguno de los choferes que lo autorizaban a ese comercio seguiría después vinculado con el profesor. Juventino Castro, de quien se trata, fue gobernador de Querétaro al mismo tiempo que Hank...

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