La playa en el deseo

AutorFabrizio Mejía Madrid

La primera vez que eché de menos que la ciudad no tuviera un río que la cruzara o que tuviera una salida al mar fue cuando subí, sudando, las escaleras del edificio donde crecí y me encontré con una extraña escena: el vecino de arriba, un galán chileno que hacía películas cuando los nombres de Hugo Stiglitz y Jorge Luque nos decían algo, estaba acostado en calzones y con anteojos oscuros. Debo decir que el espacio de la azotea era tan estrecho que tuve que brincar al actor para poder descolgar mis calcetines. Debo decir, también, que el piso de la azotea estaba compuesto de piedrecillas y, quizás, el actor las tomó por un tratamiento de spa. Eran inicios de julio y, en los siguientes días, el calor comenzó a amainar mis ínfulas de clasemediero que domina el verano viajando a Acapulco.

Otra mañana, los vecinos gordos del 3 pusieron una alberca inflable en el paso y tomaban turnos para remojarse los pies. Cuando se dieron cuenta de que la altura de la piscina no alcanzaba más que para eso, se aventaron de cara sobre el agua, luego se contorsionaron para mojarse los muslos, y terminaron por conectar una manguera, ese oleaje urbano, y se ametrallaron unos a otros con la escasa presión, apenas un hilillo que les salpicara los ojos. Pero todos éramos niños. El problema fue cuando, en los días subsecuentes, los papás se pusieron el traje de baño y caminaron descalzos por las piedrecillas de la azotea. Imagino cómo pudo verse esa escena desde una altura contigua: gente semidesnuda agarrándose de las alambradas de las jaulas, espinándose con los cactus de las macetas, para irse a sentar en 20 centímetros de agua. Incluso, añadieron a la ecuación a un perro blanco llamado Chupete. Mi madre se indignó cuando mi hermana y yo le preguntamos si podíamos unirnos a la cofradía del remojón. Cuando le planteamos la necesidad de escapar de la ciudad hacia alguna playa, bajó la mirada de la microeconomía.

- Bueno -permitió-, pueden jugar con agua en el baño.

Eso quería decir una actividad esencialmente decente: tomar una esponja, sumergirla en el lavabo, y exprimírtela en la nuca. Los juegos acuáticos de mi infancia tuvieron esa extraña similitud con la enfermería. En esa era de un anuncio de detergente que bautizó a mis vecinos como "el Acapulco en la azotea", la ciudad tenía formas de lidiar con sus veranos secos -en donde la sequía letal era de dinero para irse de vacaciones- en forma de cubetazos en la calle. El bautismo de San Juan se tomaba como un...

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