Piedra de Toque / Elogio de Blanca Varela

AutorMario Vargas Llosa

Pero, si pudiera enterarse, sé muy bien cuál sería su reacción: de maravillamiento y susto, porque, entre todos los poetas de este tiempo que me ha tocado conocer, no hay uno sólo tan ajeno a la feria de las vanidades y a la ilusión o a la codicia del éxito, como Blanca Varela.

Aunque, sin duda, la poesía haya sido la pasión más sostenida de su vida, para ella nunca fue un oficio, un quehacer público. Más bien, un vicio recóndito, inconfesable, cultivado en la clandestinidad, con celo y reserva tenaces, como si su exposición a la luz, a los ojos de los demás, pudiera dañarlo.

Que llegara a publicar esa media docena de libros ha sido una especie de milagro, más obra de la insistencia de sus amigos que de su propia voluntad. Entre esos lectores privilegiados a los que mostraba sus versos a escondidas estuvo Octavio Paz, que prologó su primer libro y la ayudó a ponerle título. (Ella quería que se llamara "Puerto Supe" y a él no le gustaba. "Pero ese puerto existe, Octavio". "Ahí tienes el título, Blanca: Ese puerto existe").

La conocí a mediados de 1958, cuando ella y su esposo de entonces, el pintor Fernando de Szyszlo, hacían maletas para viajar a los Estados Unidos, donde pasarían dos años.

Vivían en un estudio precario construido en una azotea del barrio limeño de Santa Beatriz. Yo partía en esos días a Europa y durante cuatro años no volví a verla, pero, sin embargo, desde ese primer día la quise y la admiré, como han querido y admirado a Blanca Varela todos quienes han tenido la fortuna de frecuentarla, de gozar de su generosidad y de su inteligencia, de esa manera tan cálida y tan limpia de entregarse a la amistad, de enriquecer la vida de quienes se le acercan.

En medio siglo de amistad, sobre todo en aquellas largas reuniones de los sábados, la he oído hablar casi de todo. De esa generación de poetas del cincuenta de que formó parte, Sebastián Salazar Bondy, Javier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson, que, con dos poetas de una generación anterior, César Moro y Emilio Adolfo Westphalen, revolucionaría la poesía peruana, enclavándola en la vanguardia de la modernidad.

De Breton y los surrealistas, de Sartre, Simone de Beauvoir y los existencialistas a los que conoció en los años que vivió en París. De sus filias y fobias literarias y de tanta gente que la impresionaba y que amó o detestó.

Y la he oído, cómo no, muchas veces, ayudada por un par de whiskies para vencer su timidez, decir esas maldades y ferocidades impregnadas de tanta...

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