PIEDRA DE TOQUE / Catorce minutos de reflexión

AutorMario Vargas Llosa

Era noche cerrada todavía y las luces de los rascacielos del contorno tenían la apariencia inquietante de una gigantesca bandada de cocuyos invadiendo la ciudad.

Dentro de una hora más o menos comenzaría a amanecer y, si estaba despejado el cielo, las primeras luces irían iluminando el río Hudson y la esquina de Central Park con sus árboles que el otoño comienza a dorar, un lindo espectáculo que me regalan cada mañana las ventanas del departamento (vivimos en el piso 46).

Tenía el día planificado con toda precisión. Trabajaría un par de horas preparando la clase del próximo lunes en Princeton, en la que ilustraría el tema del punto de vista con ejemplos tomados de El reino de este mundo de Alejo Carpentier, media hora de ejercicios para la espalda, una hora de caminata en Central Park, periódicos, desayuno, ducha, y a la Public Library de New York, donde escribiría mi Piedra de Toque para EL PAÍS sobre el suicidio, tirándose del puente George Washington, en la Universidad de Rutgers, de Tylor Clementi, violinista y joven estudiante al que dos compañeros homófobos habían denunciado como gay, difundiendo en la red un vídeo en el que aparecía besándose con un hombre.

Inmediatamente fui absorbido por la magia de El reino de este mundo y la transfiguración mítica que la prosa de Carpentier hace de los primeros intentos independentistas en Haití. El narrador omnisciente de la historia es una astuta ausencia erudita, libresca, barroca y rebuscada que narra desde muy cerca de la sensibilidad del esclavo Ti Noel, quien cree en los Grandes Loas del vodú y que los hechiceros del culto, como Mackandal, gozan del don de la licantropía, es decir, pueden transformarse en animales a voluntad.

Hacía por lo menos veinte años que no la releía y su poder de persuasión seguía siendo irresistible.

De pronto advertí la presencia de Patricia en la salita. Se acercaba con el teléfono en la mano y una cara que me asustó. 'Una tragedia en la familia', pensé. Cogí el aparato y escuché, entre silbidos, ecos y eructos eléctricos, una voz que hablaba en inglés. En el instante en que alcancé a distinguir las palabras Swedish Academy la comunicación se cortó. Estuvimos callados, mirándonos sin decir nada, hasta que el teléfono repicó otra vez. Ahora sí se oía bien. El caballero me dijo que era el secretario de la Academia Sueca, que me habían concedido el Premio Nobel de Literatura y que la noticia se haría pública dentro de catorce minutos. Que podía escucharla en la...

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