Piedra de Toque/ Huellas de Gauguin

AutorMario Vargas Llosa

El espectáculo es soberbio: laderas y picos enhiestos cargados de verdura que se mojan los pies en un mar bravío, de grandes olas espumosas, que, se diría, arremete contra Hiva Oa con toda la intención de deshacerla.

Atuona, la capital de la isla, es todavía más pequeñita que en tiempos de Gauguin. Ahora tiene menos de un millar de habitantes y, en 1901, cuando él desembarcó, tenía 200 más.

Sigue siendo una sola callecita que arranca de la Bahía de los Traidores y va a morir, mil metros después, en las faldas del orgulloso Monte Temétiu. Si, para seguir la peripecia de Gauguin en sus años de Tahití, hay que ayudarse mucho con la imaginación -Papeete y Punaauia son hoy modernas, prósperas y están atiborradas de turistas-, en Atuona, en cambio, las huellas de los dos últimos años de su vida que pasó aquí aparecen por todas partes. El paisaje, desde luego, apenas ha cambiado.

El pueblo, aunque lucen algunas casas flamantes y han desaparecido muchas de las viejas construcciones, sigue siendo el pequeño asentamiento humano medio devorado por la naturaleza que parece haberse desgajado del tiempo y los trajines del mundo moderno.

En Atuona, no los relojes sino los cantos de los gallos despiertan a los seres humanos y la vida transcurre aún en cámara lenta, en un letargo tibio y feliz.

El señor Mataiki, que dio pensión a Gauguin en sus primeras semanas marquesinas, está enterrado en el cementerio de Make Make, no lejos de su tumba, y sus descendientes se dedican todavía al comercio, como aquél. Un bisnieto de monsieur Frébault, testigo de su defunción, es el presidente de la Sociedad Amigos de Gauguin, y me sirve de cicerone.

Es un marquesino atlético, con el cuerpo empastelado de esos finos tatuajes que son desde tiempos inmemoriales el orgullo de la isla, y que fueron uno de los incentivos que trajeron aquí a Gauguin. Pero, ay, él casi no pudo ver esos delicados tatuajes por el estado calamitoso de sus ojos. La sífilis, además de llagarle las piernas, dañarle el corazón y el cerebro, empobreció atrozmente su vista en sus años finales y porque el implacable Obispo Martín, su enemigo mortal, empeñado en occidentalizar a kanakas y maoríes, los había prohibido.

Ahora, los huesos de Monseñor Martín y los de Koke (así lo bautizaron los indígenas) reposan a pocos metros de distancia, en las alturas de Atuona, frente al ancho mar de los barcos balleneros, que venían a secuestrar indígenas para incorporarlos a la tripulación, y los temibles tsunamis que...

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