El peso de vivir en la tierra

AutorDavid Toscana

1 Nicolás pidió que lo llamaran Nikolái o, más exactamente, Nikolái Nikoláievich Pseldónimov, pero ninguno de sus compañeros le hizo caso. En el comedor de la oficina llegó a preguntar a la cocinera si no tenía kascha o kvas, aunque él mismo tenía poca idea de qué eran esas cosas, pues en las novelas apenas se indicaba que la kascha era un manjar típicamente ruso y el kvas, una bebida a base de cereales. Cuando le pidieron que cooperara para una fiesta de la oficina dijo que no le quedaba ni un kópek y dejó de usar las fechas ordinarias para emplear las ortodoxas: «El proyecto quedará listo para el Día de la Exaltación de la Cruz». Ocupaba el puesto de Subgerente de Comunicación, pero él mandó hacer unas tarjetas en las que se presentaba como Consejero Titular. Vino a ocurrir que al redactar un informe sobre la reparación de un tramo de la carretera de Monterrey a Nuevo Laredo, Nicolás marcó las distancias en verstas y reportó el monto de la inversión en rublos. Su carretera iba de Moscú a Nóvgorod. El licenciado Domínguez mandó que se corrigiera el error y sugirió a Nicolás que se tomara unos días de descanso. «No es necesario, excelencia», respondió Nicolás, y el licenciado no sonrió. Tres días después, el licenciado Domínguez pidió a Nicolás que completara la redacción de un contrato, lo pasara en limpio y entregara cinco copias «para mañana a primera hora». «¿Para mañana, excelencia?». «A primera hora», reiteró el jefe. «Y no vuelvas a llamarme así». Nicolás sabía que en una comedia él habría de responder «no, excelencia» y el jefe volvería a decirle que no lo llamara de ese modo, y él de nuevo tendría que decir «no, excelencia» y así hasta el hartazgo; pero guardó silencio porque ninguna comedia había en hacer cinco copias de un contrato de diez páginas cuando ya terminaba la jornada de trabajo. Tendría que hacerlo en casa. · · · Y así fue como, a mediados de julio, con un tiempo sumamente caluroso, Nikolái Nikoláievich Pseldónimov, consejero titular, se metió en su casa del 467 de la calle Degollado a copiar el documento. Se dijo que el calor estaría bien si pretendiera veranear en una dacha, pero en ese momento debía trabajar, y Gogol había escrito que el enemigo de los consejeros titulares «eran las heladas nórdicas; ese frío punzante que ataca de tal forma las narices que los pobres empleados no saben cómo resguardarse, e incluso a los más altos dignatarios les duele la cabeza y las lágrimas les saltan de los ojos». Nikolái encendió una vela, se calzó unos guantes sin dedos, mojó la pluma en el tintero y comenzó la primera copia de las cinco. «San Petersburgo, Imperio Ruso, Fiesta de la Epifanía, 1871». Sintió las manos tan frías que se notaba el temblor en los trazos. La secretaria de la oficina se había ofrecido a escribir el contrato a máquina y entregarlo al operador de la máquina Xerox. «Dostoyevski dijo que todos salimos de El capote de Gogol», fue la respuesta de Nikolái. Por eso se marcó como punto de partida el empleo de tinterillo, tal como Akaki Akakiévich o el loco del Diario de un loco, que orgulloso le sacaba punta a las plumas de «su excelencia». También escribano había sido Goliadkin, el de El doble, que lo mismo se volvía loco. Apenas había escrito las palabras «Contrato celebrado entre», con una elegante C capitular, cuando entró su mujer. Encendió la luz y fue directo a abrir la ventana. Como si el viento estuviese ofendido por tanto tiempo que lo habían dejado allá afuera, recorrió con prisa el salón, apagando la vela y tirando al suelo dos...

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