Vinos/ París-boda y Ducasse

AutorRodolfo Gerschman

París.- Por una vez y aunque no duró mucho, quizás días, quizás horas, me sentí turista en Francia. El viernes por la mañana era un buen día para eso en París: fresco, asoleado, casi brillante, lo cual no es un panorama habitual en esta Europa azotada por las lluvias y los temporales. El reflejo del sol sobre las piedras blancas hacían brillar las riberas del Sena y la torre Eiffel podía verse casi desde cualquier parte de la ciudad.

Como mis vacaciones efímeras, también el sol desapareció al rato y volvió a amenazar la tormenta. A las pocas horas partíamos rumbo a Vernon, donde el sol había decidido estacionarse un rato más, al norte de París y ya en Normandía. Se trataba de estar en la boda de Sandrine y Olivier, afectuosos amigos que habían planeado largamente este evento fundamental en la ciudad de donde ella es originaria, oficiada, a falta de ceremonia religiosa, por su augusto alcalde.

Bien, pasaremos por encimita la parte del discurso del alcalde, experimentado bon vivant que no olvidó recordarles a los futuros cónyuges que lo importante del asunto es saber que cuando termina la boda comienza el matrimonio. Y sabía de lo que estaba hablando porque la boda, como corresponde a esos recónditos parajes de la provincia francesa, amenazaba en todo momento con no terminar nunca (dos comidas, dos cenas y varios tentempiés en el escaso lapso de dos días), lo cual hubiera sido extraordinario no sólo por lo poco ordinario, sino también por el disfrute interminable de las viandas, los vinos y, claro está, el champagne.

Como es normal en todas partes del mundo, los manjares locales llevaron la parte protagónica del festín: quesos normandos, por supuesto, pero también rilletes, patés de campagne, cordero y sus respectivas salchichas llamadas aquí merguez, su nombre árabe primigenio), terrine de pescado de las cercanas costas atlánticas, ternera hija de orgullosa y vasta vaca normanda.

Los vinos, como es habitual en estas bodas, venía directamente en barrica, salvo el de la cena principal, que era un Saint Emilion, del negociante Calvet. Había un rosado muy fresco, para esta época calurosa, un blanco afrutado y un tinto ligero. Vinos normales, para beber a granel sin mirar a quien: nunca vimos una etiqueta ni se mencionó una bodega. Fue suficiente con saber que el padre de la novia lo había escogido. Eran muy dignos y agradables, con un buen final porque nunca se vio a nadie borracho, con cruda o quejándose del dolor de cabeza.

Es la parte notable...

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