Página Tres/ Los ciudadanos también cambian

AutorRicardo Omaña del Castillo

Los ciudadanos también cambian

En un pasado no muy remoto, digamos hace 50 años o menos, la administración pública era una tarea responsable y discreta, y a los políticos no les interesaba competir en popularidad con Pedro Infante o Jorge Negrete, excepto en los procesos electorales. El servicio público se tenía en alta estima y no se utilizaba ni como escaparate de figurines, ni como escenario de teatro guiñol. Yo no recuerdo ni a Eduardo Livas, o a Eduardo Elizondo e incluso a Martínez Domínguez, andar tras las cámaras de la prensa escrita o de la televisión, ni los recuerdo diciendo mentiras o exagerando cada minucia que hacían y que estaba en el marco de sus responsabilidades y obligaciones. Tampoco se creían los únicos seres inteligentes del Estado o los redentores de la sociedad. Desempeñaban su alto cargo con humildad, sin alardear nunca de haber tapado un bache o haber comprado una nueva patrulla para la policía. No llegaban a su alto cargo con una agenda de milagrería, ni insultaban a la sociedad con poses de arrogancia. A todos ellos les interesaba ser respetados, no ser adulados. Por supuesto que todo Gobierno transcurre entre la disconformidad de un sector o de otro, pero ésta no se manifestaba como se hace hoy en día. Se dirá que ahora tenemos más libertad de expresión, pero sólo como un sofisma más, pues ni Livas ni Elizondo coartaron jamás esa libertad. Lo que sucede es que si han cambiado los gobiernos, también han cambiado los ciudadanos. Ante un Gobernador mesiánico y prestidigitador, que no tiene más muleta que su discurso, que pretende persuadir en vez de satisfacer, que dice más de lo que hace, es explicable que la crítica sea dura, permanente, mordaz, irónica o iracunda. Habrá ciudadanos que se indignen porque les tomaron el pelo al incumplirles las promesas que les hicieron, y habrá otros que se burlen de los supuestos redentores a quienes incluso caricaturizan. La figura del gobernante sencillo, humilde, con vocación de servidor, ha sido substituida por el genio que todo lo sabe, por el político que nunca se equivoca, por el gobernante estrábico que no ve la realidad, por el fanfarrón que se exalta cuando le señalan sus errores, porque da por hecho que él nunca se equivoca. Y por el que busca cámaras y micrófonos para decirnos que si no vemos el paraíso al que nos ha conducido es porque somos, o miopes, o mal agradecidos. ¿Cómo no habría de cambiar la sociedad ante esta metamorfosis política en la que el servidor público se siente el patrón irrebatible...

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