Óscar Levín Coppel / Lo que no, lo que sí

AutorÓscar Levín Coppel

En esta sucesión presidencial los distintos actores políticos parecen, por momentos, empeñados en convencer a la sociedad de la inutilidad de la democracia. De seguir por ese camino tendríamos muy pronto un electorado abrazado a la duda y la desconfianza, apático, indispuesto y cuya única esperanza consistiría en decidir acerca de lo menos malo. Una suerte de suicidio inopinado de la sociedad civil. El costo sería enorme: una gigantesca abstinencia en las urnas.

Esa capacidad probada de autodestrucción es algo de lo que no deberíamos sentirnos francamente enfadados. La larga cadena de escándalos, denuncias, filtraciones, enconos y demás amargas vicisitudes con las que amanecemos apenas en la contienda electoral no es alentadora en modo alguno. El festín del lodo sólo entusiasma a los sectores duros y más dogmáticos de cada bando o de cada partido. Su mala conciencia nos llevaría a un enfrentamiento sin cuartel y sin retorno del que difícilmente saldría bien librada nuestra incipiente reforma democrática. Sinceramente no creo que las instituciones resistan los efectos de una guerra electoral exacerbada, sin principios, cuajada en suma de fijaciones ideológicas y golpes de sable publicitarios.

Lo que sí debe alentarse es la lucha abierta de ideas y el que los intereses que las respaldan se pongan libremente en juego. Nadie supone que todo deba semejarse a un apacible paseo por el campo. Sería ingenuo. Estimo que la sociedad está preparada para presenciar debates fuertes y confío en que los candidatos se animen a expresar sus puntos de vista, de manera abierta acerca de los temas más espinosos. En este momento todo y todos están en vitrina. Los señalamientos públicos y el nuevo papel protagónico de los medios de comunicación son un ingrediente esencial de los nuevos tiempos. No creo que tengan sustento las prédicas elusivas y los falsos llamados a la civilidad. La democracia moderna exige como fundamento la credibilidad y ello incluye la crítica y la competencia febril entre adversarios.

Lo que no gusta es el ataque envilecido y la denigración de la política. La ausencia de una regulación ética de la contienda nos puede sorprender en un sentido destructivo. El amarillismo que suple a la información y desplaza al criterio se nos presenta como una dudosa herencia del autoritarismo. No importa su signo o su actual vestidura. El cultivo del morbo se convierte en el patrimonio de quienes simplemente se interesan por el poder, sin más, sin rumbo...

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