El objeto del deseo

Me untó su cachonderíaLAnahitaAvesta

EL GRAFICODescubrí la magia de los óleos a través de mis pies y las manos de Sergio. Cansados de un largo paseo por el Centro Histórico, llegamos a su casa y nos tiramos en el sofá. Luego de un relax con cachondeos incluidos, mi aragonés de pupilas aceituna fue a la cocina y sirvió unos vermut.

Me quitó los zapatos, el pantalón, puso los vasos en la mesa y, granuja, se apuró hacia la recámara para volver con un par de condones y un frasco deliciosamente diseñado que completaron el kit del placer; se sentó a mi lado y tomó mis piernas cariñosamente.

Reposando descarada mis extremidades en sus muslos y mi trago en la mano, la plática fluía mientras él me acariciaba las rodillas; ?muñequita de salón, tanguita de serpiente?, cantaba Sabina en el reproductor y, poco a poco, Sergio pasó a mis plantas.

Con juegos y cosquillas, hizo que me revolcara de risa; viperino lamía mis plantas y despacio fue reduciendo el escarceo para besar mis empeines. Tomó el envase y vertió en su mano el aceite de naranja que acercó a mi nariz. Así comenzó el embrujo.

Sus dedos en mis pies se deleitaban masajeando, mientras me observaba yo mullendo su nombre. La fascinación por la exquisita terapia condujo mi mano hacia el interior de mis panties e inicié el vaivén en mi raja que hizo que soltara un quejido ahogado.

Sus manos humectadas subieron por mis muslos, llegó a mis brazos sujetándolos fuertemente y me sometió con besos salivosos y soeces, a la vez que restregaba su bulto en mi centro aún con las bragas.

Lo abracé con las piernas y guie sus caderas para que las moviera con más ímpetu encima de mi pubis; se abrió el cierre, le quité la playera y ya estaban nuestros sexos en comunicación aún cubiertos de tela.

Las partes comenzaron a humedecerse y continuamos con el juego del ?todavía no, pero qué rico?. Se movía en círculos y de abajo hacia arriba sin liberarme; gemíamos ganosos masturbándonos uno contra otro y nos besábamos caníbales.

Vertió más aceite y, ya desnudos, lo untó artesanal en mi cuerpo como si de una escultura a medio empezar se tratara. Me detalló; me inventó. Viré boca abajo y después de moldear mi espalda, los brazos y mi cintura, fue el turno del lubricante con sabor a cereza.

Lo extendió en mis nalgas, y les dio un lustre que se vio en la necesidad urgente de lamerlas y morderlas; recorrió los montes brillantes y yo, dadivosa, le paré mi

trasero para después esconder su boca en mi canal y comenzar un...

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