El Nuevo Imperio: Las razones de la guerra

AutorNorman Mailer

Con los textos que han aparecido que en los últimos días, tratando de explicar el ataque de la coalición al régimen de Saddam Hussein, podría completarse una biblioteca. Son poquísimos, sin embargo, los análisis que ayudan a entender los laberintos de la conducta de George W. Bush, su idea de la historia, su promesa de hacer al mundo un lugar más seguro. Uno de los mejores es el que acaba de presentar Norman Mailer. Diestro en la descripción de personajes y situaciones, puntual en la referencia a conceptos ajenos, el escritor es inflexible en la descripción del fenómeno: George W. Bush tiene el deseo imperial de gobernar al mundo y eso mismo está detrás de la cruzada contra Hussein.

A sus 80 años, el autor de Los desnudos y los muertos (1948), Un sueño americano (1964), Los ejércitos de la noche (1968) y Noches de la antigüedad (1983) es uno de los intelectuales estadounidenses más críticos de la actual administración federal. En este ensayo, Mailer se refiere a Bush y el patriotismo de los neoconservadores, al odio generado por la religión, a la democracia y sus riesgos en la actualidad; analiza la lógica geopolítica del gobierno de Estados Unidos después de los atentados del 11 de septiembre de 2001; ubica impecablemente el origen del plan de ataque en el documento Proyecto para un nuevo siglo americano, del Pentágono, y finalmente subraya que la idea de trascender de Bush persigue un afán de poder y ambición, más que la integridad y la justicia.

El ensayo que a continuación se reproduce fue presentado por el autor el pasado 20 de febrero en el Hotel Fairmont de San Francisco, California, ante el Commonwealth Club.

Probablemente es cierto que al inicio del presente impulso de la administración para ir a la guerra, las conexiones entre Saddam Hussein y Osama bin Laden eran mínimas. Cada uno, a primera vista, tenía que desconfiar del otro. Desde el punto de vista de Saddam, Bin Laden era la clase más problemática de hombre, un fanático religioso, es decir, una bala perdida, un guerrero que no podía ser controlado.

Para Bin Laden, Saddam era un bruto irreligioso, un tonto desequilibrado cuyas más audaces aventuras fracasaban invariablemente.

Los dos también estaban en competencia. Cada uno pretendía controlar el futuro del mundo musulmán. Bin Laden, concebiblemente, por la gran gloria de Alá, y Saddam por el placer mundano de aumentar vastamente su poder. En el pasado, en el siglo 20, cuando los británicos tenían su imperio, el Raj habría tenido la capacidad de enfrentar a esos dos, uno contra el otro. Era la vieja regla de muchos manicomios victorianos: dejen que los locos se peleen, luego salten sobre el o los que queden.

Hoy, sin embargo, estas intenciones son diferentes. La seguridad se considera insegura, a menos que la higiene marcial sea absoluta. Así que la primera reacción estadounidense al 11 de septiembre consistió en preparar la destrucción de Bin Laden y Al Qaeda. No obstante, cuando fracasó la campaña en Afganistán para capturar al principal protagonista, incluso demostró ser imposible, de hecho, concluir si estaba vivo o muerto, el juego tuvo que cambiar. Nuestra Casa Blanca decidió que el verdadero objetivo era otro. No Al Qaeda, sino Iraq.

Aun cuando parecen ser tontos, los dirigentes políticos y los estadistas son hombres serios y es raro encontrarlos actuando sin alguna razón más profunda que puedan ofrecerse a sí mismos. Son esos motivos encubiertos en la administración Bush sobre los cuales me gustaría especular. Intentaré comprender qué consideran el Presidente y su grupo de colaboradores más cercanos como la lógica de su actual aventura.

Permítanme comenzar con la presentación de Colin Powell frente a las Naciones Unidas, hace dos semanas. Hasta cierto punto, fue bien detallada y parecía demostrar que Saddam Hussein (cosa que no sorprendió a nadie) estaba violando cada regla de los inspectores que podía.

Saddam, después de todo, tuvo un agudo olfato para los caprichos de la historia. Comprendió que entre más pudiese uno demorar a los poderosos estadistas, más se podrían cansar del aburrimiento de tratar con un mentiroso consumado que estaba ingeniosamente libre de todos los lazos de obligación y cooperación. No es un pequeño don ser un mentiroso absoluto. Si uno nunca dice la verdad, está virtualmente tan seguro como un hombre honesto que nunca dice mentiras.

Cuando a uno se le informa que hoy acaba de jurar lo contrario de lo que reconoció ayer, uno contesta, "nunca dije eso", o en caso de que las palabras estén grabadas, uno declara que fue sumamente mal interpretado. La confusión está sembrada de combinaciones.

Así que Saddam se las había arreglado para sobrevivir siete años de inspección desde 1991 a 1998. Había hecho tratos -la mayoría de ellos por debajo del agua- con los franceses, los alemanes, los rusos, los jordanos. La lista es larga. También sabía cómo jugar con la compasión del tercer mundo.

Convenció a muchos corazones buenos en todo el mundo. La permanente crueldad de Estados Unidos estaba matando de hambre a los niños iraquíes. Los niños iraquíes estaban, en gran parte, gravemente desnutridos por el embargo que Saddam había atraído sobre él, pero, de hecho, si hubiesen estado saludables, habría mantenido hambreados a una veintena de niños de seis años de edad el tiempo suficiente para despachar una fotografía adecuada alrededor del mundo. No era bueno y podía demostrarlo. Le fue tan bien en los juegos que practicó, que tuvo éxito al declarar el fin de las inspecciones en 1998.

Ha habido rumores antes, y definitivamente hubo rumores entonces en la Casa Blanca, de que teníamos que enviar tropas a Iraq como nuestra respuesta a tal desprecio del acuerdo. Por desgracia, el affaire de Clinton con Monica Lewinsky lo había dejado como un guerrero paralizado. En medio de su escándalo público, no podía darse el lujo de derramar una gota de sangre estadounidense. La prueba estuvo en Kosovo, donde ninguna infantería estadounidense entró con la OTAN y nuestros bombarderos nunca lanzaron su producto desde una altura dentro del alcance del fuego antiaéreo serbio. Todo lo hicimos desde los 4 mil 500 metros de altura. Así que Iraq era imposible.

Al Gore era un halcón en esa época, dispuesto, sin duda, a mejorar su futura imagen de campaña y elevarse de ese modo de nerd a semental -una calificación necesaria para la Presidencia- pero la vulnerabilidad de Clinton sofocó todo eso.

De este modo, en 1998, Hussein se salió con la suya. No habían habido inspecciones desde entonces. El discurso de Colin Powell estaba lleno de justa indignación frente a la descarada y aborrecible bravata de Saddam El Diabólico. Pero Powell era, por supuesto, un hombre demasiado inteligente para ser sorprendido por estos descubrimientos de mal comportamiento. El discurso fue un intento para caldear los ánimos de los estadounidenses para ir a la guerra. De acuerdo con la medida de nuestros sondeos, la mitad de la ciudadanía no estaba a favor. Y esta parte de su discurso definitivamente tuvo éxito. La prueba fue que muchos senadores demócratas que habían permanecido al margen declararon que ahora estaban dispuestos a la aventura, sí, ellos también, estaban listos para ir a la guerra, Dios nos bendiga.

Sin embargo, la mayor debilidad en la presentación de Powell de la evidencia fue el vínculo probatorio de Iraq con Al Qaeda. Para la tremenda expectación levantada, las pruebas pecaron de escasas. Con la excepción de Gran Bretaña, el poder de veto en el Consejo de Seguridad, lo cual es decir los franceses, los chinos y los rusos, no estaba ansioso obviamente de satisfacer la pasión de Bush de ir a la guerra tan pronto como fuera posible. Ellos querían tiempo para intensificar las inspecciones. Consideraban la contención como la solución.

Menos de una semana después, Al Jazeera ofreció una transmisión grabada por Bin Laden que dio algunos indicios de que él y Saddam estaban listos para entablar contacto directo.

¿Finalmente iba a suceder? ¿El enemigo del enemigo de Saddam se estaba ahora convirtiendo en el amigo de Saddam?

Si así hubiera sido, hubiera resultado un desastre. Podríamos derrotar a Iraq y todavía sufrir la mayor catástrofe que aseguramos íbamos a evitar con la guerra. Las armas de destrucción masiva de Iraq podrían aún pertenecer a Bin Laden.

Sin esas armas, Al Qaeda tendría que arreglárselas como pudiera. Pero si Saddam transfiriera una fracción considerable de sus provisiones de agentes para guerras biológica y química, Bin Laden sería considerablemente más peligroso.

La orden interna de George W. Bush de ir a la guerra con Iraq lo más rápidamente posible, ahora tuvo que enfrentar la posibilidad de que Saddam hubiera surgido con una respuesta excepcional.

En efecto él estaba diciendo "Permítanme ir a las inspecciones y ustedes estarán relativamente más seguros. Podrían estar seguros de que no le daría lo mejor de mis armas a Bin Laden con tal de que podamos seguir jugando este juego de la inspección una y otra vez. Sin embargo, vayan a la guerra conmigo y Osama sonreirá. Yo podría estallar en llamas, pero él y su gente estarían felices. Estén seguros, él quiere que vayan a la guerra conmigo".

Como esta sucesión de acontecimientos era evidente desde el principio, cabría preguntarse lo que se preguntaban ya unos cuantos estadounidenses: ¿Cómo hemos podido dejar que se hicieran realidad esas opciones, esas infernales y falsas opciones?

Mientras tanto, el mundo reaccionó con horror a la agenda de la guerra de Bush. La edición europea de Time magazine había estado conduciendo una encuesta en su site de red: "¿Qué país presenta un mayor peligro para la paz mundial en el 2003?" Con 318 mil votos hasta el momento, las respuestas fueron: Corea del Norte, 7 por ciento; Iraq, 8 por ciento; Estados Unidos, 84 por ciento...

Como John Le Carré lo había dicho en The Times de Londres: "Estados Unidos ha entrado a uno de sus periodos de locura histórica, pero éste es el peor que puedo recordar".

Harold...

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