Nuevo gobierno

AutorJosé C. Valadés
Páginas303-363
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Capítulo VII
Nuevo gobierno
MADERO EN LA PRESIDENCIA
Después de 30 años de falsificaciones del sufragio universal, el pue-
blo de México acudió, casi incrédulo, al espectáculo que ofrecieron
las elecciones extraordinarias efectuadas el 15 de octubre (1911).
Fueron éstas la confirmación del proverbial espíritu cívico de junio
del año anterior.
En las de 1911, los votos a Francisco I. Madero fueron casi uná-
nimes. En medio de una libertad electoral sin igual, los Ciudadanos
“concurrieron jubilosos” a las casillas. La legalidad perfecta en la
elección de Madero, constituyó un acontecimiento incuestionable, y
aunque el triunfo del candidato vicepresidencial fue también preci-
so, los votos a éste quedaron compartidos con las candidaturas de
Francisco León de la Barra y Francisco Vázquez Gómez. Así y todo,
la victoria del Partido de la Revolución quedó asegurada, y Madero
declarado presidente constitucional, para el periodo que debería ter-
minar el 30 de noviembre de 1916.
A las 11 horas del 6 de noviembre (1911), Madero llegó a la Cá-
mara de Diputados para juramentarse, escoltado por los jefes revolu-
cionarios Pascual Orozco, Roque González Garza, Francisco Cosío
Robelo, Gabriel Hernández, Cándido Aguilar, Agustín O. Aragón y Ar-
turo Laso de la Vega. A su paso por las calles de la metrópoli, engala-
nadas y colmadas de gente, el caudillo conmovió al pueblo. Su cabeza
de autoridad y sus maneras sencillas atraían a propios y extraños.
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Madero era, pues, presidente de México. Recibió el mando y
gobierno de la República si no en los umbrales del caos ni bajo el
despejado cielo de la paz, sí a los comienzos de las pasiones desorde-
nadas; en los días en que la libertad estaba considerada como un
utilitarismo basto y grosero o a manera de un privilegio de hacer y
deshacer sin considerar los sentimientos humanos y los intereses del
Estado.
Además, como para el final de 1911, aquel cuerpo mecanizado
que fue el porfirismo y al que vencieron los ideales y la audacia del
maderismo empezaba a reverdecer, la libertad ya no fue una finali-
dad, sino un medio que se ponía casi a la mano de una casi probable
contrarrevolución.
De esta suerte, a la atonía de los primeros meses de 1911, se
seguía ahora una amenazante dilatación de fuerzas movidas por los
viejos porfiristas. Los proyectos de contrarrevolución asomaban
con franqueza y decisión. Los diputados a la XXV Legislatura nacio-
nal, tan dóciles, sumisos y serviles en septiembre, en sólo dos me-
ses después surgieron rebeldes y antojadizos. Carecían, ciertamen-
te, de una causa; pero la tribuna de la cámara, siempre cuna de
todos los dislates de que es capaz la política vulgar del atropello y los
apetitos, les proporcionó oportunidad y tema para enramar y envis-
car el ambiente. Y éste comenzó a propósito de una supuesta ame-
naza de las fuerzas zapatistas a la jubilosa, y en ocasiones gimo-
teante, Ciudad de México; argumento de que se sirvieron la oratoria
cursi y liviana de los diputados José María Lozano y la dramática de
Francisco M. de Olaguibel, no sólo para llamar a Zapata bandolero
de villa de Ayala y Genghis Khan mexicano, antes también a fin de
insinuar la ineptitud del nuevo gobierno para restablecer la paz total
en la República.
Sin embargo, no era Zapata el que preocupaba a los diputados
porfiristas, quienes habían aceptado continuar en sus muelles car-
gos, con el fin —dijeron— de que no se rompiera la continuidad
Francisco I. Madero escoltado por cadetes del Colegio Militar, 7 de junio de 1911

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