El nigromante, inspector en Pitiquito

AutorFederico Campbell
Páginas402-404
EL NIGROMANTE,
INSPECTOR EN PITIQUITO
A Víctor Manuel Mendoza
NO ES una arbitrariedad atribuir a los apaches la sabiduría más fina
para descifrar las huellas de hombres o animales en los caminos. En
no pocas historias de la novela criminal, sobre todo en los tiempos de
Edgar Allan Poe y Arthur Conan Doyle, se reconocía en los indios
norteamericanos ese saber que más tarde habrían de incorporar a
sus técnicas los investigadores de Scotland Yard.
Y es que en el desierto uno se va haciendo de una lógica muy
aguda y muy particular. Uno anda solo, muy solo, a veces con un
perro. Antes de que uno vea venir a alguien allá lejos, muy lejos, el
perro ya lo venteó. Antes de que llegue el otro vaquero, el perro ya le
ladró al caballo, a un kilómetro, a medio kilómetro. Y uno ya sabe:
viene Fulanito de Tal, o viene tal jinete de tal lado. Ése es Fulanito de
Tal. La lógica. La deducción de los hechos en el desierto. Eso es lo
que se da. El huellero, por ejemplo, no sabe desde cuándo —tal vez
desde tiempos muy anteriores a su nacimiento— ha sido educado
para identificar las huellas del animal. Andas en el desierto buscando
un caballo, una res, y de pronto le encuentras la huella al animal, y
sabes cuánto tiempo hace que pasó, si ya le llovió a la huella, si se
paró a comer, si ramoneó un árbol. Tú sabes, tú vas sabiendo. Es
cosa de saber observar.
Una vez a finales del siglo XIX, o a mediados, en los años de Juárez
más o menos, el escritor y político Ignacio Ramírez vino a vivir en
Pitiquito. En uno de sus destierros políticos, el Nigromante apareció
de pronto entre El Altar y Caborca, y aquí anduvo. Clandestino. Y el
caso es que era muy impresionante la lógica deductiva que tenía el
viejo. Te vas a ir para atrás.

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