Los muros de aire

AutorYael Weiss

Tijuana, noviembre de 2018

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Aquel hombre tenía muchas cosas que demostrarme. Por ejemplo, que era ciudadano de Tijuana con una vivienda propia situada frente al comedor salesiano. Sacó su credencial de elector y colocó la uña del índice justo debajo de la dirección, para que no me quedara duda. Se llamaba Fabián y tenía el dedo sucio.

Dijo que desde su casa podía ver el paso de las caravanas, porque por ese lado entraban a la ciudad. Vio desfilar a los primeros hondureños de esta oleada, la más grande que ha habido hasta ahora, la que salía en los noticieros y primeras planas. Eran más de cinco mil personas que marchaban con rumbo al norte desde hacía un par de meses.

Empezamos a hablar por contigüidad, porque estábamos parados sobre el mismo trocito de banqueta, en medio del gentío que se arremolinaba afuera del campo de beisbol Benito Juárez, bien bardeado y de acceso restringido, donde los migrantes acampaban como podían desde hacía una semana; es decir: con carpas prestadas o donadas, en solitario o en familia, entre maletas, cobijas, ropa tendida y juguetes de segunda mano. El hacinamiento era tal en ese espacio asignado por el municipio que las personas preferían pasar el tiempo en la calle cerrada con vallas. Eran tres o cuatro cuadras sin tránsito vehicular.

Cientos de migrantes hacían cola para recibir alimento. Desde la banqueta observábamos aquella fila que iba por el centro de la calle y se extendía por varias cuadras hacia arriba, hacia el resto de la ciudad. La urbanización justo tenía su límite aquí, en la "línea", que es como los locales llaman a la frontera. El muro fronterizo se veía detrás del puesto móvil de comida donde los soldados de la Marina servían sopa y arroz.

Novecientos kilómetros de barreras de contención, detectores de movimiento, sensores electrónicos y equipos con visión nocturna iniciaban en Playas de Tijuana, cerca de aquí.

En la fila larga que mirábamos embobados solo había varones. Para evitar los contactos indeseables las mujeres se formaban aparte, en una cola más corta que no alcanzábamos a ver, mucho más cerca de las ollas de comida. Los rostros eran serios, preocupados, aunque listos para reír en cuanto se apareciera un compa a tirar cábula. Los más jóvenes sobre todo jugaban a darse empellones y hacerse bromas. Tardé en comprender que unos muchachos que gesticulaban con exageración, un poco más arriba en la fila, eran sordos. Parecían los más alegres, se contaban cosas en apariencia muy graciosas y se doblaban de la risa.

Fabián me contó que vivió en Kansas y que lo habían deportado por conducir sin licencia el auto de un compadre. Su esposa y su hija se habían quedado allá -y entonces señaló el pedazo de muro que teníamos a la vista-, no las había abrazado en nueve años. Sacó de su cartera unas fotos ya desgastadas y sucias que me entregó a modo de prueba.

En la banqueta de enfrente, al otro lado de esa línea humana que dividía la calle longitudinalmente, un Tsuru transmitía música evangélica por unos altavoces sobre el techo del carro.

Me despedí para ir a ver qué onda con el Tsuru evangélico. Crucé la calle, pidiendo permiso a los migrantes que abrieron un hueco, como las aguas del mar Rojo para que yo pasara, y lo...

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