Muestran el lado oscuro de Hollywood

AutorRafael Aviña

Como parte de una campaña publicitaria que pretendía promover una nueva urbanización en las colinas californianas de Los Ángeles, a Harry Chandler, editor de Los Angeles Times, se le ocurrió colocar en 1923 un imponente letrero de poco más de 13 metros de altura cuyas letras decían: "Holly- woodland", que a la postre se trastocaría en el signo de la Meca del Cine y en la metáfora más cruel y despiadada de una de las industrias más poderosas del mundo, en la que coinciden sueños, fantasías, crímenes y horrores inconfesables.

El anuncio abandonó rápido su sentido inmobiliario, para simbolizar el glamour de las grandes luminarias fílmicas. No obstante, nueve años después, esa suerte de atracción carnavalesca cobró sus primeros dividendos de sangre con el suicidio de la actriz Peg Entwistle, joven británica que llegó a Hollywood para probar suerte, pero el 18 de septiembre de 1932 escaló las colinas y, sin dudarlo, trepó a lo alto de la inmensa letra H para saltar al vacío.

A finales de 1949, California decidió arrebatar el tono de ensueño a ese anuncio iluminado por las noches con más 4 mil foquitos, retirando las últimas cuatro letras: "land". No obstante, la realidad y la ficción contemporánea se han encargado de explorar y recuperar los efluvios y pesadillas que emanan de ese icono, que representa toda una abstracción del lado oscuro de Los Ángeles y del cine mismo y sus personalidades. Y así lo han entendido varios relatos actuales que se sumergen en sucesos conocidos o en alegorías oníricas para desembocar en los mismos laberintos de esos bosques sagrados, abonados con sangre, incesto, pornografía, chantaje, adulterio, asesinatos y suicidios, donde se ocultan terribles monstruos, reinas malvadas, brujas, héroes y princesas sin finales felices. Universos tenebrosos, sombríos y paralelos, donde se atraviesan espejos que desembocan en el traspatio de una meca fílmica voraz, cuyos elementos suelen ser casi siempre los mismos: fama, talento, dinero, sexo, poder, crimen, envidia y estrepitoso derrumbe.

Al igual que Orson Welles en El ciudadano Kane (1941), David Lynch -otro cineasta que, como aquél, ha enfrentado el odio de la maquinaria hollywoodense- inserta en ese nuevo cuento de hadas terrible y metacinematográfico que es El imperio (2007) un letrero que dice: "No cruzar. Propiedad privada". Es decir, la manera en que la industria del cine resuelve sus conflictos y ventila sus pasiones a través del rumor, ese que lleva a Nikki Grace (Laura...

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