La muerte de la novela

AutorMauricio Molina

En su Crítica y clínica, Gilles Deleuze apunta que la literatura es un "lenguaje dentro del lenguaje": un desafío entre las palabras como instrumentos de comunicación y los signos como formas de expresión y representación. Esta frontera fundamental para que exista la literatura (donde lo literal se diferencia por completo de lo propiamente literario) ha sido borrada de facto por la industria editorial.

Dejando de un lado a la poesía, que mantiene un noble estatuto de alteridad irreductible en sus casos más sobresalientes e intensos, al relato breve (cuya condensación lo convierte en la de la forma narrativa más cercana a los nuevos lenguajes), y al ensayo en su manifestación más elevada, es decir, el que sobrevive más allá de los turbios estudios académicos y de la banalidad de la crítica literaria, la literatura ha sido infectada por el virus de la mercancía en su estado puro.

El caso de la novela es en este sentido paradigmático. La industria de la novela ha sustituido al arte de narrar. El best-seller absoluto es el Santo Grial de la industria editorial. En cuanto sistema de resonancias, de juegos de estilo, donde una obra remite a una serie de relaciones intertextuales (Cervantes releyendo a Flaubert, Homero citando a James Joyce), la novela parece haber llegado a un punto de no retorno: vani- shing point.

En El canon occidental, Harold Bloom apunta que nos encontramos en la alborada de un nuevo tipo de quehacer literario. Hacen su aparición, como nódulos cancerígenos, lo que Bloom llama "dialectos" literarios: la literatura feminista, gay, infantil, juvenil, negra, popular, elevada, poscolonial, light, narco, rosa, negra, etcétera. No parece haber lugar a lo que Juan José Saer llamara una literatura sin atributos. Este ascenso de los dialectos literarios parece ser el signo fundamental de nuestro tiempo y es equiparable a otro fenómeno concomitante: la muerte del arte y su reencarnación en la publicidad.

El juego que permitía a un lector medianamente culto encontrar la huella de Kierkegaard en un fragmento de Beckett, o la impronta cervantina en Bouvard et Pécuchet, es un hecho del pasado. Ya no hay lugar para la "literatura absoluta", como ha llamado Roberto Calasso a la alta creación literaria, ni para la "literatura al cuadrado", como le llamó Italo Calvino. George Steiner afirma que si hoy hubiera un poeta de la altura de Dante no podríamos saberlo. La literatura considerada como un sistema de signos dentro del lenguaje, según la imprescindible definición de Deleuze, ha perdido, al menos en la novela, su carácter de "realidad segunda", su capacidad de hacernos explorar las zonas vedadas de lo real, del presentimiento, la emoción o el sueño: el lugar...

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