Montevideo: Un paseo entrañable

AutorIvett Rangel

Fotos: Julio Candelaria

MURAL/Enviados

"Cuando se siente calor, cuando se está fastidiado o cuando se busca compañía, uno viene a la playa", cuenta Carlos Musso, quien vende refrescos en Pocitos, una de las playas más concurridas de Montevideo.

La vida en la capital uruguaya, asegura, no puede separarse del "mar" -como le llaman en esa orilla al Río de la Plata-, quizá en principio porque la ciudad le mira siempre.

En verano o en invierno, por la mañana o por la tarde, en la rambla no hay soledad. Es un collage de personas que trotan, que pasean, que juegan o que descansan sobre la arena.

Y la playa aquí es un espacio multidisciplinario, a veces es una cancha de volibol o futbol, en ocasiones un salón de capoeira, y otras más una sala para conversar con los amigos y uno que otro desconocido.

"Más de 20 kilómetros en los que desahogamos cualquier sentimiento, bueno o malo, sólo te traes el mate y ya", dice Rodolfo Malarba.

Porque el convivir no se piensa sin el mate servido en su recipiente hecho de calabaza seca. Esta infusión de hojas hace más grata cualquier compañía mientras se bebe poco a poco a través de una bombilla.

"El mate se toma acompañado, de lo contrario no tiene sentido", agrega Rodolfo.

Con el atardecer llega el clímax de cada día, la ciudad parece vaciarse, ya que la mayoría de los habitantes consiguen tiempo para disfrutar de los colores que el sol pinta en el cielo.

Para los que vivimos en otras capitales, Montevideo nos sorprende con esos minutos-horas que se dedican a la contemplación, cuando en otros sitios apenas alcanza el día; definitivamente es una buena razón para sentir envidia de ese raro privilegio.

Con esos últimos rayos no se despide al día, sólo se hace la primera llamada para descubrir la otra cara de la ciudad y su latir al ritmo de candombe, otro de los rituales antidepresión de los montevideanos.

La ceremonia inicia con el fuego en plena calle, ese que amarillea las siluetas de los curiosos y que enrojece la lonja de los tambores en busca del tono perfecto para los músicos. Seca y contundente, ésa es la respuesta que buscan los dedos envueltos en cinta adhesiva.

Ya templados y colgados a un costado, el hechizo de los tamboriles comienza a surtir efecto. El candombe, enfilado en cuatro, avanza por las calles rompiendo el silencio. Un constante tum tum tum que no explota en alegría, pero que hipnotiza a cualquiera que le preste oídos.

Una fuerza que dirige a la multitud de bailarines improvisados, creando...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR