Microbús / ¿Hay agua, o no la hay?

No es una pregunta nueva en la Ciudad de México. Construida como está en un alto valle lacustre, nuestra Ciudad, aún en tiempos de los aztecas, padecía para proveerse del agua potable que necesitaba su medio millón de habitantes (aprox.). Ya la historia precortesiana nos narra la historia de un Tlatoani (emperador, decimos en español con cierta inexactitud) que quiso, como tantos otros inspirados gobernantes que vendrían después, resolver el problema de una vez por todas y, anticipándose al PRI, se lanzó a construir un acueducto tamaño caguama que traería el agua, si no recuerdo mal, de Xochimilco. La celebración inaugural también fue al estilo priísta y hubo cientos de sacrificios humanos (los sigue habiendo: piensen en Gustavo Carbajal) y ya que hubo suficiente efusión de sangre, la comitiva encabezada por el mero mero se dirigió a la solemne inauguración. Estaba todo el gabinete ampliado, los líderes de los diversos calpullis (los barrios), los más afamados pochtecas (comerciantes), los supremos sacerdotes y, en general, la crema y nata de la sociedad tenochca; varios pasos atrás estaba lo que cariñosamente llamamos "la perrada" es decir, los acarreados (que siempre han existido), los ociosos mirones (estos "inspectores de ondas" jamás han faltado en esta Ciudad). ¡Que ya suelten el agua! ordenó el excelentísimo Tlatoani; los mensajeros zarparon a todo correr en calidad de correo electrónico primitivo. Los jefes de la magna obra eran una manada de pavorreales que rodeaban al Tlatoani y repartían guayabazos para el emperador y uno que otro, para ellos mismos que habían planeado y vigilado la erección (suena feo, pero así es) de la magna obra. ¡Ahí viene el agua! avisó alguien y ya no alcanzó a avisar más. Los ingenieritzin hidraulicóatl, cosa rarísima en México, no calcularon bien ni el volumen del agua, ni la pendiente del acueducto; de hecho: no calcularon bien nada y el agua de llegar, sí llegó pero en calidad de tromba huracanada e incontrolable. Hagan de cuenta "el Niño". Hubo cientos de ahogados, damnificados, desaparecidos y el propio Tlatoani salvó la vida milagrosamente, pero quedó con el penacho muy ladeado y con el ánimo francamente encabritado. Los constructores le pasaron la factura a...

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