LA MENOR IMPORTANCIA / Pudor

AutorJosé Israel Carranza

Qué tanto hace que José Luis Cuevas era todo un figurín: apuesto, seductor, con un aire de insolencia y arrogancia muy propio de quien se tiene por alguien favorecido por la fortuna y es celebrado por sus admiradores. Hace algunos años, ignoro si todavía, en el museo que lleva su nombre en el centro de la Ciudad de México, al ascender por una escalinata uno se encontraba con la fotografía silueteada en tamaño natural del pintor, en disfraz de vaquerito y posando como cuatrero que desenfunda las pistolas, puesta ahí para besarla: estaba llena de marcas de pintalabios. El penúltimo "niño terrible" del arte mexicano (siempre brotará alguno más), en buena medida gracias a su omnipresencia en los movimientos y en las inmediaciones de los personajes más conspicuos de la cultura nacional del último medio siglo, Cuevas era un artista cuya obra consistía, en buena medida, en la proliferación mediática y egoísta de su propia persona. Ello, desde luego, no quiere decir nada en contra de la valía de su trabajo creativo, que debería juzgarse, de ser posible, desde perspectivas despreocupadas de los malentendidos de la fama. Pero el hecho es que quiso fama, mucha, la tuvo, la usufructuó durante mucho tiempo, y ahora está siendo su víctima de un modo absolutamente horrible.

Adicto a su propia imagen, Cuevas se tomaba una fotografía cada día. O casi: en el mismo museo, según su sitio web, se conserva un acervo de más de 12 mil, disponibles para la curiosidad de los interesados. (Es significativo que su debut haya sido el autorretrato, como "niño obrero"...

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