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La Menor Importancia/ De café en café

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AutorJosé Israel Carranza

Una de las más penosas pruebas de lo frágil, ilusoria y precaria que es la condición humana consiste en el hecho incontrovertible de que el abuso al pretender alcanzar algo de lucidez, a la larga, puede provocar gastritis (en los casos menos graves). Todo tiene un precio: será que lo propio del ser humano es permanecer en una somnolencia que sólo parcialmente remedian las horas dedicadas al sueño reparador, y que están penados con tragos a la botella de Pepto Bismol los sorbos incontables que uno ha dado en la vida a ese brebaje hecho de razón y alegría que es el café: el caso es que muchas veces las tazas bebidas van abonando el terreno del malestar y la indisposición hasta que uno se ve obligado a ponerse un límite.

Sin embargo, mientras no lleguen el diagnóstico y la admonición de ese censor, el médico, el café pasa por un amistoso secuaz de las imaginaciones mejores, de los trabajos más concienzudos, de las elucubraciones más hondas y de las confidencias más graves (pues las que riega el alcohol siempre se corre el riesgo de perderlas en la borrasca o de pervertirlas con la festividad excesiva o con la animosidad pendenciera). De ahí que los más civilizados reductos de la convivencia sean los cafés, no las bibliotecas, ni las aulas donde vibran las cátedras de los sabios, ni los parlamentos, ni los laboratorios, ni los museos, ni los quirófanos, ni las cantinas. La naturaleza de los cafés propicia con igual fortuna el encuentro con los otros y la provechosa soledad, y el hecho de que existan supone que quienes han entrado a ellos han conseguido suspender el ajetreo y la angustia y la prisa y han puesto en pausa la fatiga; por eso, porque posibilitan arribar a una tregua, porque invitan a un momento de paz, los cafés se abren como territorios para recomponer la propia vida mirándola con orden y concierto desde la mesura y la atención que surte la taza humeante, desde el sereno estado de...

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