Memorias de un hombre de teatro

AutorFernando de Ita

Se me enjuta el corazón al saber que Ludwik Margules está en el hospital. Ahora más que nuca me alegra que a fin de año hayan aparecido sus memorias, editadas por El Milagro y CONACULTA, porque en esa larga y vibrante conversación con Rodolfo Obregón hay un testimonio de vida que ilumina la obra de uno de los creadores de teatro más importantes del siglo 20 en México.

El joven polaco que llegó a las costas mexicanas el 1 de junio de 1957 sin hablar el idioma, pasó de implacable inquisidor de nuestros usos y costumbres a vehemente defensor de la "suave patria" que le dio la oportunidad de cumplir su pasión por el teatro.

"Me sentí exiliado mucho tiempo", dice Margules a Obregón, "pero desde hace muchos años ya no cultivo el exilio, siento a México mi hogar. Aquí he enterrado a mi padre y a mi madre, a mi hermano y a Lidia, mi esposa".

A Ludwik le gustaba repetir la definición del País que le dio el cónsul de Marruecos antes del 68: "México es una dictadura paternalista suavizada por la corrupción". En la capital de aquel país estaban sucediendo, sin embargo, cosas importantes para el teatro. Salvador Novo enseñaba en Bellas Artes; Fernando Wagner, en la Universidad; Seki Sano, en los altos del Cine Chapultepec; Héctor Azar, en el Teatro el Caballito; Juan José Gurrola, en el Teatro de Arquitectura; José Luis Ibáñez, en Casa del Lago; Luisa Josefina Hernández, Sergio Fernández y Margo Glantz, en la Facultad de Filosofía y Letras. Todos ellos fueron maestros de Margules (acaso esto explique parte de su neurosis), mientras él trabajaba de capataz en una fábrica de ladrillos y hablaba en latín con los obreros porque era lo más cercano que tenía al idioma nativo.

Cuenta Ludwik que desde los 5 años sintió fascinación por el teatro, primero en Varsovia, luego en Rusia, donde pasó la guerra como refugiado, pero al llegar a México el teatro se volvió parte de su vida y su vida parte del teatro. Si ahora está en el lecho del dolor es porque vivió con una intensidad inusitada todos y cada uno de sus montajes, los buenos y los malos, los memorables y los frustrados. El, que tiene como primera lección no confundir la ficción y la realidad dentro del teatro, borró esa premisa de su vida para subirse al escenario con todo y pipa. La furia interna que consigna Obregón como uno de sus atributos, forjó la leyenda del director despiadado, capaz de hacer sangrar a sus actores, y de pelearse con su hermano Alejandro Luna a puñetazos por la colocación de una...

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