Mario Anteo / Ingenieros del genoma

AutorMario Anteo

Una nota periodística del lunes pasado anunciaba que, tras años de sudores, el biólogo molecular Chia Tet Fatt logró insertar el gen lumínico de las luciérnagas en las células de las orquídeas, de modo que ahora es el afortunado padre de un ramo de flores eléctricas.

Junto a la nota aparece una foto del ufano biólogo frente a su obra maestra. Su enorme cerebro parece brillar lo mismo que sus flores, si bien al hombre común le bastan dos dedos de frente para cuestionar tan frívola ingeniería.

Si en vez de una planta el científico hubiera escogido un animal, digamos un perro, de suerte que el resultado fuera un luminoso pequinés transparentando sus entrañas, gran revuelo hubiera suscitado, sobre todo porque, tras la reciente lectura del genoma humano, la clonación abandonó del todo la ciencia ficción para ingresar a la cruda realidad.

Pero como el hombre no se considera un familiar cercano del reino vegetal, tales flores no pasan de ser una curiosidad, por la cual podemos invitar a los amigos a casa y, tras apagar las luces, sorprenderlos con nuestras orquídeas luminosas.

La cosa cambia si el objetivo del biólogo molecular son los antibióticos, hormonas, vitaminas y demás fármacos, o si, preocupado por la alimentación mundial, produce calabazas y mazorcas gigantes, o desinfecta los campos de trigo con el bacteriófago preparado en el laboratorio.

Pero incluso tan altruistas acciones deberían sopesarse dos veces antes de que subamos la tecnología al carro de la ciencia. No vaya a suceder que el bacteriófago acabe, sí, con la plaga del cultivo, pero luego a su vez se convierta en otra plaga, de suerte que el remedio sea peor que la enfermedad.

Lo que sí repugna de a tiro es la ciencia al servicio del frívolo mercado. Tal es el caso de las orquídeas luminosas que, viéndolas de cerca, son tan aberrantes como esas cruzas de perros que el hombre elucubra para su solaz y esparcimiento. Pues, en efecto, más que una "mona" criatura, un perro salchicha es el horripilante engendro de una mente desquiciada.

Peor si el ingeniero molecular es tan chafo que recurre a la "técnica del fusil", disparando al azar genes sobre la cinta de ADN, nomás para ver qué ocurre, pues es como el adolescente a escondidas que mezcla sustancias en el laboratorio de la escuela, sólo por ver si explota el mugrero.

Hay una máxima que delata a la ciencia desencaminada: "Si puede hacerse, se hará", dice el tecnócrata que, colocándose por sobre la moral, se desatiende olímpicamente...

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