Mario Anteo / Fuego de doble filo

AutorMario Anteo

¡Cuán poderoso es el fuego! El hipnótico como aterrante espectáculo de las enfurecidas llamas corta la respiración, eriza la piel, alela. Sin duda por eso Einstein, quien conoció a fondo los resortes de la energía, respondió sin vacilar: "los cerillos", al preguntársele por el invento más trascendental.

Cuando nuestros ancestros domaron tan destructora fuerza para aprovecharla a su favor, nació de golpe nada menos que el espíritu, el amor, la tecnología, la familia, el arte. El hombre se alejó de los simios e inició su propia historia. Por eso, en un sentido muy literal, somos los hijos del fuego.

En vez de huir del fuego como las demás especies, nuestros antepasados arrostraron la tremenda fuerza de Hefestos y al cabo la domaron. Claro que al principio el hombre dependió del rayo o de la erupción de los volcanes para obtener un fuego que debía salvaguardar a toda costa, pues si éste se apagaba, el hombre corría un grave peligro.

Si se extinguía el sagrado fuego que era como el corazón del clan, había que conseguirlo en algún lado, quizá atacando a la tribu vecina para robarle las invaluables llamas. En última instancia, el hombre debía aguardar una nueva erupción volcánica o tormenta eléctrica.

Luego, tras miles de años, los cavernícolas descubrieron que frotando dos palos sobre un puño de hojarasca, surgía la divina llama, sin necesidad de rayos ni volcanes. Se dio así el paso definitivo de la evolución humana, más trascendental que la penicilina, internet, la rueda y la fusión nuclear.

La domesticación del fuego alumbró nuestros cerebros, permitiéndonos emitir fonemas articulados y tener conciencia de nuestros actos.

A partir de entonces, disfrutamos la luz por la noche, nos calentamos en invierno, asamos la carne para ablandarla y librarla de los gérmenes.

Desapareció el miedo que propicia la oscuridad, y dispusimos de más tiempo para trabajar. Logramos además extraer el nutritivo tuétano de los huesos de nuestras presas, o convertir estos mismos huesos en antorchas que ahuyentaban al enemigo.

Pasaron los siglos sin que se agotaran las bendiciones del fuego. Los ígneos atributos parecían infinitos: Tostamos los granos para almacenarlos, cocimos la arcilla a fin de hacer platos y ánforas, y al fin, dando un gigantesco paso hacia la civilización, fundimos los metales.

Así, a la edad de piedra sucedió la de bronce y luego la de hierro. El arte de la metalurgia -sin el cual difícilmente Monterrey se hubiera fraguado en su industrioso...

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