Margules vs Camus

AutorFernando de Ita

En memoria de Emanuel Haro Villa

La lectura de la obra filosófica, literaria y dramática de Albert Camus me provocó en la adolescencia una angustia estimulante, si se me permite la expresión. A los 16 años era desgarrador descubrir que la vida del hombre moderno carecía de sentido, aunque la gallardía, la guapura con la que el hombre rebelde de Camus asumía esa adversidad convertía el absurdo destino de Sísifo en una misión heroica, en un gesto romántico. Empapado hasta los huesos por la lluvia ácida del existencialismo, escribí La soledad, mi primera pieza dramática, a los 18 años. Era una obrita en que la palabra "desprecio" tenía el papel estelar, aunque la vida en el DF de los 60 no era nada despreciable, y era difícil hallar el clima sombrío de La peste o El malentendido. Aquel soleado universo estaba más cerca de la atmósfera mediterránea de Verano y Bodas, en la que el fulgor del instante y la emoción de estar vivo triunfan sobre el devastador sentimiento de la nada.

Cuando leí La náusea, de Jean Paul Sartre, me sentí el ser más triste y desolado del universo; cuando leí El extranjero, de Camus, esa desolación tuvo al menos el brillo inclemente del sol africano. En aquellos días, me bastaba ver la fotografía de ambos filósofos para tomar partido por el futbolista con cara de actor de cine noir. Era una decisión sentimental porque la razón me decía que el adefesio de Sartre estaba en lo justo al criticar el idealismo de su camarada. Yo estaba luchando por despreciar mis costumbres burguesas, y el pensamiento de Camus me permitía sentirme menos culpable por mis excesos sentimentales. Admiraba abiertamente a Sartre, pero adoraba secretamente a Camus.

En ese tiempo sólo tenía una adicción: Dostoievsky. No requería de otro estimulante para transformar las calurosas calles de la Colonia Escandón en las frías avenidas de San Petersburgo, por las que deambulaban los atormentados personajes del genio ruso, preferentemente Raskolnikov, el entrañable asesino de Crimen y castigo. Ahora recuerdo que firmaba con ese nombre mis cartas de amor, y que empeñé mi escaso patrimonio para tener por un tiempo la chamarra rusa que Einsenstein le regaló a mi tío Nicolás, en la hacienda de Tlayapacan, por su participación en ¡Viva México!

En el molino de café que tenía mi madre en la calle de Agricultura sufrí en carne propia el tormento de Los demonios. Como había estado en el seminario, mi educación religiosa y mi pleito con Dios fueron el abono perfecto para elevar a la quinta potencia el conflicto de aquellos revolucionarios decimonónicos que al grito de "todo está permitido", se enfrentaban a los límites de la...

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