Margarita Ríos-Farjat / ¿Y para qué tanto?

AutorMargarita Ríos-Farjat

A un año de la admiración con la que el mundo atestiguaba lo que se conoció como la "Primavera Árabe", el tiempo nos muestra un escenario muy distinto: Egipto, Túnez, Siria, y los demás países del norte de África y de la Península Arábiga, no sólo están aún muy lejos de la estabilidad, sino que parecen haber entrado en turbulencias aún más peligrosas.

Las revueltas aún causan estragos y esa mirada de admiración se vuelve escéptica. Algunos incluso se preguntan cuál es el sentido de hacer revoluciones, aspavientos y protestas, de buscar transformaciones así sea por la ruptura. "No pasan de rijosos", sentencian los más dogmáticos. Y en el colmo de su ignorancia hasta nos regalan esta perla: "Deberían ponerse a trabajar".

Las guerras civiles pueden salir exactamente al revés de lo que se anhelaba. Dudo que, al hacer la revolución, los franceses vislumbraran al omnipotente Emperador Napoleón, más poderoso que la decrépita monarquía que combatían. Pero es un hecho que del descontento popular que ha tomado con fuerza las calles han surgido Hitler, Mussolini y Franco, por ejemplo.

En el caso de México, la Revolución logró sosegarse por la vía de la institucionalidad. Decenas de caudillos, claro: sería un cuento de hadas imaginar que luego de hacerse oír por las armas, los revolucionarios desaparecerían de la escena para irse a tomar el café. Pero esa fragmentación del fragor revolucionario permitió la estabilidad política que transformó al movimiento en instituciones. Y ése es su gran logro, por más que nos pasemos de incrédulos.

No podemos saber cómo se desenvolverán los países africanos y árabes cuyos ciudadanos se alzaron contra sus gobiernos casi simultáneamente. Pero sus luchas son un recuerdo de cómo cuesta ir construyendo una solidaridad social que permita una vida nacional.

Hay al menos dos palabras clave para cualquier democracia moderna, y son la solidaridad y la oposición. En la medida en que éstas sean fuertes, la democracia será de calidad.

La oposición no se limita, naturalmente, a tomar las plazas con armas, cacerolas o pancartas, sino que se trata de mantener una actitud ambivalente respecto al Gobierno: confiar en sus instituciones, pero al mismo tiempo desconfiar de los individuos y sus intenciones. Esa ambivalencia es valiosa per se porque señala el error, el punto débil. No está obligada a generar "propuesta" alguna y no por ello es "destructiva".

Cabe un paréntesis: hace varios meses fui a la...

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