Maravillas detrás de las pirámides

AutorAnaline Cedillo

Texto y fotos: Analine Cedillo

Enviada

EL CAIRO, Egipto.- En las calles repletas de autos reina el ajetreo. El sonido de sus cláxones se funde con las voces de los altoparlantes que llaman a orar y produce un improvisado concierto atonal, especialmente en la céntrica Plaza Tahrir, a unos pasos del Museo Egipcio.

A mitad de la avenida, una mujer vestida con un velo negro que le cubre todo el cuerpo (niqab), menos los ojos, torea a los conductores, que no parecen dispuestos a detenerse frente al semáforo. Muy cerca, un puesto de elotes asados despeja dudas: no es sólo la nostalgia de estar lejos de casa lo que provoca que el viajero compare la capital egipcia con alguna gran ciudad mexicana, al menos en cuanto a tráfico, ruido y delicias callejeras.

En el jardín del museo más popular de El Cairo, que resguarda más de 120 mil reliquias y vestigios de cada periodo de arte del Antiguo Egipto, los visitantes aprovechan la sombra de los árboles para descansar. De reojo, unos turistas observan a un hombre hacer sus oraciones y siguen el movimiento de sus pies desnudos sobre el pasto.

Los numerosos grupos de viajeros, que no son tan habituales de ver por las calles cairotas, parecen estar concentrados en las dos plantas del recinto, construido en 1902 por iniciativa del egiptólogo francés Auguste Mariette.

Recorrer el museo a buen paso llevaría mínimo medio día. Para darse idea de su tamaño, vale la pena citar aquel mito urbano que a los guías les gusta repetir: son tantos los objetos almacenados que los arqueólogos tendrán que excavar en el sótano si un día su acervo se muda a otro recinto.

Las cámaras fotográficas deben quedarse en el guardarropa, por lo que algunos optan por hacer bocetos a lápiz de los tesoros que se exhiben en las sencillas vitrinas de madera y cristal. Entre las momias reales y las momias de animales; la gran estatua del faraón Kefrén hecha de diorita; las joyas, frascos y vasijas de alabastro, sin duda la exhibición más arrobadora está en las Galerías de Tutankamón.

Las reliquias descubiertas por el arqueólogo Howard Carter en 1922 aguardan a los egiptómanos en una de las orillas de la planta alta. La sala obligada es la tres: ahí está la máscara funeraria del joven faraón, que originalmente cubría la cabeza de la momia. El resplandeciente capuchón de oro macizo pesa 11 kilos y tiene incrustaciones de obsidiana, cuarzo y lapislázuli.

Tras el recorrido, los grupos se reúnen a la salida del museo, frente al mausoleo de mármol donde están los restos de Auguste Mariette, para planear su siguiente destino. Al fondo, la antigua sede del Partido Nacional Democrático, ahora desolada, conserva las huellas del fuego que la consumió durante las protestas de 2011 y el recuerdo de la rebelión social que hizo caer a un dictador.

Con el atardecer muy próximo, todos enfilan hacia el puente de los leones o Qasr al-Nil. Tranquilos, desde la orilla del Nilo, ven pasar los botes de vela (llamados falúas) y capturan la luz dorada que baña la Torre del Cairo, un mirador que sobresale en el horizonte con estructura en forma de planta de papiro.

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