La madurez como caricatura

AutorLeonardo Tarifeño

Durante su larga (e infernal) temporada argentina, nada ponía más nervioso a Witold Gombrowicz que la impostada seriedad de los círculos intelectuales, su pretenciosa madurez y el desprecio que los prohombres de la cultura nacional enarbolaban contra "lo bajo", la vulgaridad y el insensato vigor del populacho. La ira del autor de Ferdydurke llegó al extremo de arruinar una cena con Borges y Bioy Casares, entreteje buena parte de su Diario y causó que, en definitiva, sólo un grupo de púberes desconocidos tuviera acceso al genial exiliado. Para Gombrowicz, el único estilo de veras "argentino" era el que latía entre el vulgo y los adolescentes, no aquel que la élite de la revista Sur buscaba en el provincianismo snob de su afán extranjerizante. Según su rabioso ideario, la organización social de Occidente se basa en un sistema de explotación -erótico, moral, sanguíneo- que los adultos ejercen sobre los jóvenes. Y si algo salva a los chicos, si hay un poder que los impulsa a burlar las leyes de esa batalla perdida, esa fuerza natural es la Indeterminación: un joven siempre está en proceso, aún no es nada y es todo al mismo tiempo, es imposible saber por dónde va a salir y así puede perderse en una fuga obtusa pero insolente, feliz en su irrespetuoso sinsentido.

La mistificación witoldiana de la inmadurez, al igual que el espíritu revoltoso y antiestablishment de su obra, ha pasado desapercibido en la literatura argentina. Prueba de esa abrumadora derrota filosófica es Los impacientes, la novela de un escritor de 25 años cuyos protagonistas, todos con 20 recién cumplidos, padecen una juventud aburguesada a la que describen en términos de "vulgaridad extrema", "patetismo barato" e "idiotez galopante". Unidos por el flechazo de una misma angustia solemne, Boris, Mila y Keller le achacan sus males a la indecencia de la edad y confían que el paso del tiempo llegará para arrancarlos del desconcierto y el sonambulismo. Sin embargo, como parece evidente, nada más ingenuo -ni más revelador de la auténtica torpeza veinteañera- que confiar en las presuntas virtudes de la madurez. "A los 15 años y a los 80 un hombre puede, acaso, recrearse como un sólido y rechoncho dios ante la desintegración de la psique humana; a los 20, es él mismo quien se desintegra" subraya Keller, con verdadero pánico a incendiarse. La Indeterminación, ese vértigo que Gombrowicz reivindicaba para un mundo atado al acartonamiento perruno de unos valores del todo conformistas...

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